Hasta no hace tanto tiempo, los únicos santo y seña que
conocíamos eran los de la mili. "Alto ¿quién va?", decía el
centinela. "¡Matahari!", respondía el cabo de guardia. Y le dejaba
pasar. Luego estaba la famosa frase: "Ábrete Sésamo", que utilizaban
Alí Babá y los cuarenta ladrones para entrar y salir de su cueva llena de
tesoros.
Pero con la generalización de la informática, nuestra vida
se ha llenado de contraseñas. Para el móvil, para el "facebook", el
"pin" bancario, la contraseña del mail, la tarjeta del
supermercado... Esta nueva tendencia trae aparejados varios problemas. El
primero, por supuesto, es el caos mental. A no ser que tengas una mente
matemática, lo normal es que empieces poniendo unas contraseñas, luego otras, y
termines con una empanada mental llena de nombres y guarismos.
Nadie te enseña el arte de administrar las contraseñas,
cuando en estos momentos es algo más necesario para una persona normal que la
trigonometría.
Pero es que, además, existen otras repercusiones de índole
moral. Por ejemplo, ¿hasta qué punto debe uno guardar celosamente sus
contraseñas? ¿Es correcto ocultárselas a tu pareja o tus seres más próximos?
Qué muestra de desconfianza más desagradable. Este dilema no lo ha dilucidado
nadie todavía.
Y otro tema aún más difícil: ¿te llevas tus contraseñas a la
tumba? Ya se está empezando a abordar el problema de las cuentas derrelictas,
correspondientes a gente que ha fallecido. En esos casos, gran parte de
información, de fotografías, documentos, y todo cuanto pueda estar guardado
bajo contraseña pueden perderse para siempre. No es posible el típico hallazgo
fortuito de una caja vieja con papeles. Todo se va al limbo virtual del que no
regresará jamás.
Contraseñados, nos convertimos en seres más celosos, obsesivos.
Con la memoria llena de números y claves absurdas. Y libramos al destino gran
parte de nuestros datos más íntimos, como los vikingos se hacían embarcar en su
barco para la ultratumba.