sábado, 12 de noviembre de 2016

ABUELOS




No conocí a mis dos abuelos varones. El paterno era de derechas y vivió siempre lejos de mi familia. El segundo tenía convicciones republicanas, y falleció de enfermedad al poco de comenzar la guerra civil. Para mí, su generación ha sido siempre casi una entelequia. Algo que me llegó a través de libros, relatos, historias. Pero sin un contenido vivencial lo suficientemente fuerte como para sentir su presencia. Unos rostros, unas viejas fotografías.

   Las imágenes de estos días, que nos enseñan las fosas abiertas de Porreres, me han hecho pensar mucho en ellos. Al igual que en mi caso familiar, la guerra civil no deja de ser en la actualidad una referencia historicista o literaria. Algo que está en el plano del pasado y la abstracción.

  Hasta que, de repente, aparecen esos cráneos boquiabiertos, esos huesos teñidos por las balas, esas osamentas descoyuntadas. Tan explícitas, tan directas. Y lo que era una referencia histórica se convierte en algo dolorosamente vivo. En personas, gestos, pequeños objetos cotidianos como un cepillo de dientes. Un brazo extendido. Un alambre. Presencias.

  La guerra del 36 abrió una gran fosa en la memoria de Mallorca. El tiempo se ha ido depositando encima, como la tierra que cubre los osarios. Quedaba el recuerdo, el sufrimiento heredado familiarmente, las preguntas, los odios enquistados. Pero eran efectos indirectos. Ondas que llegaban de un pasado cada vez más lejano.

  Las fotos de las fosas nos devuelven a los momentos exactos del drama. Nos colocan frente a la presencia viva de sus protagonistas. Aunque no sepamos su identidad, de repente los sentimos próximos. Podemos compartir la angustia y el dolor que exhalan. Como si viésemos sus rostros, las miradas. Los vestidos antiguos. Sus voces que vienen del pasado y nos hablan.

  Es como si todos aquellos hombres y mujeres perdidos en la cuneta del tiempo se hubieran convertido en tus abuelos.




Mi abuelo materno, Carlos Juan Torres Vilar.