Hay palabras que desaparecen junto con las cosas que les
dieron origen. Pasa el tiempo y las nuevas generaciones ya ignoran su
significado. Son como los viejos frascos de perfume que evocaba Baudelaire en
sus poemas. Conservan aromas rancios de otros tiempos. Fantasmales. Sólo
existentes en el recuerdo.
El otro día
recordé uno de esos términos: “toldilla”.
Hasta los años ochenta, muchos barcos de pasaje tenían una
categoría hoy extinguida. Consistía en espacios de cubierta protegidos sumariamente
por un toldo - blanco o de rayas azules - y con incómodos butacones
de madera. Dada su simplicidad y ausencia de comodidades, era el billete más
barato. Los de mi generación pasamos muchas travesías en la toldilla, camino a
Ibiza, Mallorca o Menorca. Protegidos por un saco de dormir un poco gusanesco.
Machacándonos la espalda.
La toldilla suponía un viaje muy especial. Mientras los
pasajeros de camarote o salón podían leer, tomarse una copa en el bar, pasear
por los pasillos, en toldilla te enfrentabas a la negra noche. El viento se
colaba entre los cabos que sujetaban el toldo. A través de la borda intuías
el balleneo lento de las olas. Enormes, oscuras. Resonaban la espuma y el traqueteo
de las hélices. A veces la luna, rojiza como el filo de una espada
ensangrentada, se dejaba ver por esos intersticios. El olor del gasoil, los
fragmentos de carbonilla, se mezclaban con el salitre y el puro frío.
La palabra toldilla servía también para designar otras
cosas. La pobreza del emigrante o del indigente. La aventura. Lo esencial.
Ahora ya casi nadie sabe qué significa.