Cada ciudad
tiene sus momentos de magia. Lo difícil es a veces encontrarlos. Porque no
salen en los libros ni en las guías turísticas. Ni siquiera son conocidos por
todos los ciudadanos. Dependen del azar y de la conjunción de los elementos.
Pero haberlos, haylos.
En el caso de
Palma, existe un ejemplo. Pero para percibirlo, hay que pasearse por las calles
del centro histórico pasadas las doce de la noche. Mejor si son las dos o las
tres de la madrugada. Entonces, las calles están desiertas y resonantes. Sólo
la luz de las farolas y las sombras. Como si esa parte de la ciudad antigua
fuera un inmenso decorado.
Y entonces, en el silencio resonante de ese escenario,
suenan las campanadas de En Figuera. El reloj de Cort.
La verdad es
que las campanas de ese reloj suenan todo el día. Pero cuando el tráfico es
intenso, la gente circula, y se producen ruidos de todo tipo quedan
enmascaradas por el sonido de ambiente. Ni siquiera llegan a distinguirse del
todo.
Pero en la alta noche, qué profundidad y misterio adquieren.
Parecen despertar los ecos del pasado. Los espíritus de los palmesanos de finales del XIX. Todas las ventanas siguen cerradas. Pero se encienden las
luces de los sueños. Como si se asomasen señores con mostacho y pajarita,
señoras de peinados nido de abeja.
Bajo el manto nocturno, las campanadas suenan claras y
zumbonas. Casi podrías seguir su trayectoria, como si fuesen palomas de la
noche. Y ver cómo sobrevuelan Santa Eulàlia, Sa Portella, la Plaça Major, la
Plaça Quadrado... Hasta perderse en la oscuridad y el mar.
La conjunción de ese sonido antiguo con el silencio, con las
casas cerradas, los portalones desiertos, el losange de las calles, hace que
esos momentos sean muy especiales. Nos trasladen a otros lugares con la
alfombra mágica de la imaginación.
Luego, a partir de las cinco de la mañana empezará el
movimiento. Algunos paseantes madrugadores, las máquinas de regar y limpiar,
los primeros coches y camiones... Y la música de las campanadas volverá a
quedar enmascarada por la vida de la ciudad.
Perderse ese momento es ignorar una de las diapositivas
mágicas de la ciudad.