Palma ha ido perdiendo lentamente uno de sus capitales. Te das cuenta cuando paseas por un pueblo, o por ciudades de otras culturas. Entonces eres consciente de la ausencia de los niños.
A excepción de algunos parques o rincones especiales, la grey infantil brilla por su ausencia en este modelo de ciudad moderna que tenemos. Dedicada al turismo, con sueldos bajos y matrimonios pluriempleados. Sólo los abuelos, de vez en cuando, sacan a la calle a sus pequeños nietos. Y permiten la convivencia con cochecitos y bebés. El resto deben permanecer en sus casas o en las guarderías, obligados por lo que dicta nuestra civilización.
Es un gran error y una miopía espantosa. Porque el capital de una ciudad no sólo son sus tiendas y comercios, sus monumentos históricos, sus paseos y avenidas, sus terrazas y restaurantes. El capital está en los niños. Cuanto más pequeños, mejor.
No hay nada que encienda más luces del espíritu que un niño de pocos meses. En esa edad en que parecen convivir con un mundo fantástico, invisible para nosotros. Cuando descubren cosas en cada momento, y cada avance supone una alegría. Un gesto, unas palabras, unos pasos.
La ciudad adultizada es adusta. Siempre impaciente y ocupada. Ensimismada en sus problemas. Apenas se detiene a reflexionar. La ciudad infantil es mágica e imprevisible. Como Alícia, una niña rubia mirando el agua de una fuente o las palomas, y señalando hacia ellas como si fuesen un suceso extraordinario. O Xavi que pronto levantará la vista, contemplará las hojas de los árboles y pronunciará una suave exclamación: "Ohhhh".
Siempre creemos que los niños son aprendices de adultos, y que están en un nivel inferior de conocimiento e inteligencia. Pero tal vez nos equivoquemos. Porque, desde luego, cuando la ciudad se habita con los niños resulta mucho más real y humanizada.
Se llena de una vida profunda que nos falta a las personas mayores.