No conocí a mis dos abuelos varones. El paterno era de
derechas y vivió siempre lejos de mi familia. El segundo tenía convicciones
republicanas, y falleció de enfermedad al poco de comenzar la guerra civil.
Para mí, su generación ha sido siempre casi una entelequia. Algo que me llegó a
través de libros, relatos, historias. Pero sin un contenido vivencial lo
suficientemente fuerte como para sentir su presencia. Unos rostros, unas viejas fotografías.
Las imágenes
de estos días, que nos enseñan las fosas abiertas de Porreres, me han hecho
pensar mucho en ellos. Al igual que en mi caso familiar, la guerra civil no
deja de ser en la actualidad una referencia historicista o literaria. Algo que
está en el plano del pasado y la abstracción.
Hasta que, de
repente, aparecen esos cráneos boquiabiertos, esos huesos teñidos por las
balas, esas osamentas descoyuntadas. Tan explícitas, tan directas. Y lo que era
una referencia histórica se convierte en algo dolorosamente vivo. En personas,
gestos, pequeños objetos cotidianos como un cepillo de dientes. Un brazo
extendido. Un alambre. Presencias.
La guerra del
36 abrió una gran fosa en la memoria de Mallorca. El tiempo se ha ido
depositando encima, como la tierra que cubre los osarios. Quedaba el recuerdo,
el sufrimiento heredado familiarmente, las preguntas, los odios enquistados.
Pero eran efectos indirectos. Ondas que llegaban de un pasado cada vez más
lejano.
Las fotos de
las fosas nos devuelven a los momentos exactos del drama. Nos colocan frente a
la presencia viva de sus protagonistas. Aunque no sepamos su identidad, de
repente los sentimos próximos. Podemos compartir la angustia y el dolor que
exhalan. Como si viésemos sus rostros, las miradas. Los vestidos antiguos. Sus
voces que vienen del pasado y nos hablan.
Es como si
todos aquellos hombres y mujeres perdidos en la cuneta del tiempo se hubieran
convertido en tus abuelos.
Mi abuelo materno, Carlos Juan Torres Vilar.