En Sanitja, el año 1989.
Tal vez, la especulación galopante y la saturación
urbanística tengan también resultados metafísicos. Porque producen, además de
sus naturales efectos, una especie de acentuamiento de la percepción. Una
lucidez profunda cuando se trata de analizar los asuntos de la vida.
Pocas metáforas más efectivas del paso del tiempo que esos
paisajes capaces de cambiar en apenas seis meses o un año. Los recuerdas de una
manera y al regresar ya están más construidos, irreconocibles. Te sientes como
abandonado. Deshabitado. Algo que era real se ha convertido en un fantasma de
la memoria.
Ese factor casi heraclitiano de “todo cambia, nada permanece
lo único que permanece es el cambio” puede ser sin embargo un tema filosófico.
Parece como si te estuviese diciendo: la vida es fluida, siempre va hacia
adelante, no hay sitio para la nostalgia. Todo discurre de forma imparable.
Con los años es algo cada vez más difícil de entender. Porque
te aferras a tus recuerdos y tus señas de identidad, aunque ya sean cosa del
pasado. Tu memoria se va segregando, hasta convertirse en otra cosa con la
distancia. Como si tus yos pasados fueran algo distinto a ti. Tus hermanos.
Cuando miras esa galería de seres lejanos que fueron “tú”, te das cuenta que
los humanos hemos colocado nuestra noción de la felicidad en lo inmutable.
PAISAJE DE SANITJA. Sanitja es un enclave de
la costa norte menorquina. El mar forma una entrada, estrecha y alargada, en
una tierra baja y pelada. Al llegar, tienes a la izquierda una vieja torre de
defensa de la época de los británicos. En medio el desnudo Illot des Porros, el
territorio balear situado más hacia el norte, y a la derecha la península de
Cavalleria con su faro.
Confluyen aquí varios factores de gran interés. Por un lado
este paisaje típico de la Tramuntana menorquina, con unos pocos árboles curvados
por el viento, una roca fragmentada, rota en pedazos casi lunares, vegetación
rala, los embates del mar. Como si todo ornamento hubiera volado y sólo quedara
lo imprescindible, el bastidor, lo fundamental.
El mar es aquí una presencia omnipresente. Llegan los
temporales de norte. Todo se llena de copetes de espuma y azules muy profundos.
Colores de naufragio.
Pero, al mismo tiempo, se trata de uno de los enclaves
histórico-arqueológicos más sugestivos de las Islas. Se está excavando un
campamento que corresponde a la época de la conquista romana. Al otro lado,
duerme todavía bajo tierra Sanisera, una pequeña población tardoimperial, que
posteriormente se convirtió en aldea musulmana. El sueño del pasado.
Pocos lugares ofrecen una imagen tan perfecta de intemporalidad
suspendida. Hay unos embarcaderos de madera, con llaüts que se balancean indolentes. Debajo de las aguas, todavía esperan su
descubrimiento varios pecios de época romana. Salvo los coches de turistas, de
ida y vuelta hacia Cavalleria, nada ha cambiado en muchos años.
VOLVER AL PASADO. ¿Te encuentras a ti mismo en
los espejismos del pasado? ¿Hay un estrato intemporal que representa la parte más
“real” de ti mismo?
Si así fuera, tengo una imagen. Es una fotografía que me hice
el año 1989 en uno de estos diques de tablones. Estoy sentado con una zamarra,
porque era invierno, en una barca con un nombre curioso: “Tres
hermanos”.
Aquello ocurrió durante un viaje particularmente intenso. Y
siempre me ha sugerido la época en que viví a fondo los paisajes de Menorca,
triscando por los monumentos prehistóricos, buscando rincones, asombrándome de
la belleza de la isla. Cualquier evocación me traía el recuerdo de esa barca.
Ahora, como aquel que hace un conjuro mágico, volvía al mismo
lugar. Lo encontraba casi igual. Los mismos colores, el cielo amplísimo, la
extensión suave y monocorde de la bahía.
Bajé por el camino, descendiendo hasta las pasarelas de
tablones. Algo más viejas y gastadas. Me pareció emocionante hacer aquel viaje
inverso, hacia el pasado. Era como si retrocediera hasta el centro de mí mismo,
hasta la esencialidad.
¡Y allí estaba la barca! En el mismo sitio. Repintada, con el
rótulo de “Tres hermanos” y el agua mansa, lacustre. Dejando ver el limo
vegetal del fondo.
Me senté en el mismo sitio que aquella vez. Imaginé que no
había pasado el tiempo. Estaba en 1989 o quizás antes. Daba igual.
Y
murmuré para mí: “El paraíso es la inmovilidad”.