viernes, 5 de junio de 2009

CRISTÓBAL SERRA Y LA LUNA ROJA DE DIOS



Pocas personas aparentan menos un sesgo ocultista que Cristóbal Serra. Transparente, jovial y amistoso, carece de cualquier oscuridad entretélica de esas que otorgan solemnidad de humo e incienso. Nada de hierofante, vate o adivino.

Sin embargo, en esa cara escondida que tienen todos los escritores al otro lado del espejo, hay un Serra interrogativo y hasta doliente. Un Serra preocupado por lo espiritual más que por lo psicológico o anímico. Un Serra que contempla los enigmas simbólicos de la trascendencia. Y cierra los ojos con respeto.

Conozco a Cristóbal Serra desde principios de los 70. él me iluminó en mi interés, entonces más decidido que ahora, por los temas esotéricos. En aquel momento, lo arcano suponía una válvula de escape hacia una realidad más amplia, rica y profunda que la oficial. Suponía una rebeldía. Una ruptura.

Pero fue Serra quien me proporcionó los criterios esenciales para separar el polvo de la paja. Iniciar un viraje en mi interés esoterizante. Y desde entonces, la evolución interior me ha llevado al extremo contrario. Ya no creo en el esoterismo.

Cuando le conocí, mi visión del esoterismo era la de un sobre cerrado, escondido en una cueva, donde se hallaba la clave de una nueva lectura lectura del Universo.

Hoy, sin embargo, lo veo de una forma totalmente distinta. Y en gran parte gracias a un libro que Cristóbal me regaló: "El gran secreto", de Maurice Maeterlinck. Su conclusión era: "El gran secreto es que todo es secreto".

He comprobado que una cosa es el misterio y otra la misterioficancia. Es decir, el empeño por convertir al misterio en un valor absoluto, por sí mismo. Como si la oscuridad fuera siempre un gran mensaje. Cuando generalmente sólo significa que hay poco que decir.

Conozco a escritores muy oscuros que no ocultan saberes arcanos, sino confusión de pensamiento y estrategia de calamar.

En nuestros días, la abundancia funginosa de lo esotérico sólo denota ausencia de contenido. Es una máscara, cuando no un fraude. Porque en lugar de venerar el desconocido interior de ese cofre, hay que mirar el mundo. Que tiene sus propios arcanos pero que no son tanto secretos como invisibles para los que no tienen ojos para verlos.

"El gran secreto es que todo es secreto".

Hay un momento en que, efectivamente, la realidad cotidiana se trascendentaliza. Parece adquirir un significado superior, inmenso y polisémico, que desborda nuestros límites humanos.

Ese instante místico, la revelación, la intuición, el rapto poético, es el que altera nuestro sistema de valores. Se produce entonces eso que Rudolf Otto definió con un término trascendental: lo numinoso. Aquello que nos pone en contacto con lo sobrehumano.

¿Qué relación tiene Cristóbal Serra con todo ello?

Serra siempre trata cuestiones mayores, preguntas relativas al orden absoluto pero con cierta levedad taoísta. Sin solemnidad ni pesadez. Nunca se autooracula. Porque sabe que lo esencial es inasible por naturaleza, o mejor dicho por sobrenaturaleza. Su actitud es fundamentalmente la del Mediumnismo atisbativo.

Hay un gesto suyo que lo caracteriza. Cuando entorna los ojos, su cabellera blanca se electriza, balbucea ligeramente y adelanta un poco el labio inferior. Parece el estadio de un medium que percibe, que atisba, que siente el soplo gélido de lo numinoso.

Pero su relación con lo arcano se queda allí: en el atisbamiento. Parece adivinar órdenes divinos, grandes corrientes subterráneas del destino, pero no quiere conocer demasiados detalles. Lo que hace es volcar rápidamente su percepción en palabras estables. El Numen se hace Nomen.

Siempre encauza su sentido numínico por los modelos establecidos: el mundo bíblico, la profecía, las imágenes del Apocalipsis, las secuencias casi cinematográficas de la vidente Ana Caterina de Emmerick...

Serra no interioriza esa percepción; la interpreta. No la asume como vivencia; la proyecta. Esa intuición de un meta-lenguaje numinoso está muy presente en su percepción de lo mágico, lo telúrico o lo diabólico. En los animales: la cabra, los cangrejos, el asno. E incluso ciertos paisajes: las nubes, las luces, los precipicios.

También esa certeza de un orden de los tiempos, una coherencia interior en la historia, es lo que le ha inclinado hacia la lectura de la profecía. No desde un punto de vista supersticioso o futil, sino escrutador. Intentando leer el mensaje oculto en la correspondencia entre los versos de Nostradamus y los acontecimientos de la realidad.

Me atrevería a decir que incluso su percepción de la Divinidad resulta atisbativa. Está ahí, latente en cuanto ocurre, pero informulada. Como esa "luna roja de Dios" que persigue a Jonás en "La noche oscura de Jonás".

Sensación plástica, táctil, febril, ligeramente estremecida, que encontramos en algunas de sus imágenes:

"Una luna embrujada de rojo".
"En la ciudad desierta, oíanse los gritos de las aves nocturnas, que volaban por las calles atraidas por la roja luz solar".
"Un nublado empezaba a arrojar fuego en forma de teas".
"La luna, roja y sombría, durante tres noches sembró el espanto entre los ninivitas. Que enmascaraban sus caras para que no las tocaran sus rayos malditos".

¿Quién no se siente turbado, casi enfermo de emanación, ante esas palabras?

La naturalización de lo numinoso genera una estructura dramática de diálogo con el mundo, con los libros, con las religiones, que es el gran mérito de Cristóbal Serra.

Revivificar, tratar temas fundamentales del espíritu humano, con el rigor de un sabio pero también a través de la humildad, la ternura y casi diría que el miedo de un eterno niño.
Asombrado, asustadizo, juguetón, rebelde y algo picarón.

Esta ha sido la gran lección que Cristóbal Serra nos ha brindado. Entender la clave cifrada del mundo. Salir de los estrechos límites del dogma y de la arrogancia misteriofizante.

El lo resume mejor que nadie en una sola frase:

"Como mejor se reza es mirando a la flor o soportando el azote del viento. Hay demasiadas cosas infinitas en el mundo para que nos quedemos confinados a las cuatro paredes inhóspitas y enmohecedoras de un templo".




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