martes, 16 de junio de 2009

LA PIZARRA DE LOS MUNDOS





En el cielo siempre pasan cosas. Nada parece tan inmóvil y permanente como la bóveda estrellada. Sin embargo, no hay cosa más sorprendente y tornadiza.

Descubres muchas cosas. La primera de todas, el valor de la visión oblicua. Al contemplar el cielo, ves mejor lo que no miras. Por los aledaños del eje visual se perciben luces y movimientos. Parece como si los fenómenos celestes fueran tímidos, y sólo quisieran desnudarse cuando los contemplas de reojo. Una luz que parpadea, una grupo de estrellas diminutas, incluso la cola del cometa Hyakutake se dibuja con más nitidez en los bordes del encuadre del ojo.

Luego están los fenómenos fugitivos, los vistos-y-no-vistos. Como esas estrellas fugaces que son las cerillas del cielo. Algunas se encienden lentamente, a medida que van cruzando el horizonte. Y dejan una estela luminosa que, a pesar de su tenuidad, queda impresa en la retina durante unos segundos. Otras se consumen en un chispazo súbito. O hacen un quiebro extraño, trazando el perfil de una letra sobre las estrellas. Algunas son muy blancas, resplandecientes. Las hay que producen una luz tan verde como los fuegos artificiales de las fiestas mayores. Y otras son flojas, apagadas. Meteoritos fracasados que, después de millones de años vagando por el Universo, se equivocan en su último momento y no llegan a encenderse.

El cielo es la pizarra de los mundos. La lección magistral sobre el ciclo de la manifestación y la no-manifestación. Estoy convencido de que los antiguos aprendieron allí que las almas son como esas estrellas solitarias, perdidas en la sopa negra del Cosmos. Durante un tiempo, brillan como una singularidad. Luz y consciencia de sí mismas. Pero su destino es apagarse. Confundirse con la oscuridad germinal de lo no-manifestado, que es como el invernadero de la existencia.

Adonde todo va y de donde todo sale.

Por eso, el firmamento es un libro hecho de pequeñas chinchetas de luz. Sean estrellas, constelaciones, aviones que titilan o lejanos satélites que cruzan lentamente por el cielo. Una metáfora que siempre descubre cosas nuevas. Un mensaje impreso sobre nuestras cabezas cuyas estrellas guían al navegante en la singladura de sus días.

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