domingo, 24 de enero de 2010

LA ROCA MATERNAL



La máxima aspiración a la felicidad. El deseo, el sueño. La inmovilidad. Recuerdo que era todavía muy joven y ya volvía sobre los recuerdos de la infancia. Me parecía que en aquellas imágenes y lugares se guardaba un secreto trascendental. Acunado por el paso de los años. Esperando tu regreso.

Conforme pasa el tiempo, tu memoria se llena de pliegues y repliegues. Pero el principio recorredor es el mismo. Y siento todavía esa intuición de lo mágico en ese ejercicio de suspensibilidad. Lo que continúa inmmóvil. Aquello que te permite la ilusión de que no ha pasado el tiempo.

Hace días tuve la ocasión de vivir un ensueño parecido. Regresé a un paisaje de mis años de adolescencia. Al lado de un camino de tierra que asciende hacia las montañas donde se encuentra el Castell de Montbui, sobre un campo de cultivo enmaracado por los Cingles de Bertí.

Tenía 18 años, y me apartaba de aquel camino por un sendero que comenzaba en una pequeña alberca. Para mí era el sinónimo de lo natural, de lo oculto. Cruzaba hacia un grupo frondoso de pinos y unos cuantos castaños. Allí, parecías refugiarte en un templo. Era un antiguo camino, entonces ya perdido. Y sobresalía un bloque granítico, una piedra que tocaba con veneración. Encima de ella compuse mis primeras canciones, soñaba en un futuro desconocido, intentaba huir del mundo que me agobiaba.

Al regresar, busqué el antiguo sendero sin encontrarlo. La alberca ha desaparecido. Pero el campo era el mismo, la vista también. Reconocí los árboles y crucé un cultivo. Los pinos, enormes y maternales, seguía en pie. Y a sus pies, volví a tocar la roca. Como si ayer fuera 1968, como si todo lo que hubiese ocurrido durante todos estos años fuera un sueño o una fantasía. Me senté en ella.

Fue como colocarse en un asteroide, alrededor del cual gira todo el universo.

Inmóvil, onfálico, central.

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