Entré en los aseos de una céntrica cafetería de Palma, con intenciones obvias. Y al momento, me sorprendió un murmullo. Eché una mirada por aquella estancia aparentemente vacía. En la que resonaba una voz un poco en sordina. ¿Había una tertulia en uno de los wcs? ¿Era una psicofonía?
Mucho más sencillo. Se trataba de un hombre que, presumiblemente sentado en la taza del inodoro, mantenía una plácida conversación con su mujer. “Pues si no puede ser mañana la cena, que sea pasado...”
Aquello me sugirió ese nuevo concepto de la modernidad. La cabina invisible. Durante mucho tiempo, la gente se encerraba en cabinas telefónicas para hablar cuando estaban en la calle. Pero con los móviles, aquel recurso de intimidad ha desaparecido. Sin embargo, la mayor parte de la gente no se corta un pelo. No es consciente de que se encuentra en cualquier lugar público hablando a gritos de cosas muy íntimas.
¿Por qué? Porque se creen protegidos por la cabina invisible.
He asistido a broncas furiosísimas en plena calle, a conversaciones y tonteos amorosos, a discusiones de negocios, cotilleos... Y todo sin ninguna protección, en medio de todo el mundo. Ves cómo la persona que habla se aísla psíquicamente. No mira a su alrededor, no quiere ser consciente de dónde se encuentra. Contempla el suelo o mantiene la mirada perdida, como si toda su percepción se hubiese focalizado en el móvil. Y el mundo hubiese desaparecido.
Claro que, por otro lado, tampoco los paseantes hacen mucho caso. Cada vez nos habituamos más a ese espectáculo. Ya nada nos sorprende. Y de este modo, también los escuchantes contribuimos a nuestra manera a construir esa cabina invisible.
Debe de ser un efecto de esta rara época en que vivimos. Donde la gente se perece por comprarse móviles nuevos y con grandes prestaciones, y no se preocupa de lo que hablan a través de ellos. Que, en buena lógica, debería de ser lo importante.
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