Los días de mucha lluvia nos ofrecen un dramático espectáculo. De repente, en cualquier esquina o avenida, aparece un paraguas quebrado. Es una silueta que a lo lejos dirías que corresponde a un animal muerto. Quizás por la forma dislocada, por esa varilla que se levanta hacia el cielo como en un gesto póstumo, por el cuerpo oscuro pegado al suelo.
Pero cuando te acercas contemplas que no es un animal, sino un paraguas al que volteó el viento. Dejándolo inservible. Te imaginas la escena, porque en alguna ocasión también la has padecido. De repente, el temporal parece adquirir una potencia demente. El paraguas comienza a estremecerse, a voltearse a impulsos de los remolinos.
No hay nada más trágico y más estúpido al mismo tiempo que luchar contra ese paraguas fuera de control, que parece haber adquirido vida propia. Y que en lugar de evitarte el chaparrón lo que hace es rociarte de pies a cabeza. Te da la impresión de que estás en las tripas de una lavadora en el momento del aclarado.
El momento definitivo llega cuando el paraguas se voltea. Queda grotescamente del revés, lo que generalmente implica que se rompa alguna varilla o se deshagan sus sujeciones.
El paragüista se encuentra entonces en medio de la calle, con un artefacto inservible en las manos, empapado y sin protección. Es normal que su primera reacción sea arrojar lejos de sí al paraguas traidor, y entre mascullaciones, salir corriendo en busca del primer abrigo.
El pobre paraguas, perdida su función, se convierte en un desecho público. A nadie se le ocurrirá recogerlo, y su exposición a las miradas de los viandantes constituye una especie de última humillación. De esta forma su ex-dueño deja claro que ese trasto ya no le sirve para nada.
No es por querer sacar moralejas, pero he conocido algunas personas que hacen lo mismo con los demás. Cuando ya no les sirven, procuran tirarlos a la basura y que todo el mundo se entere.
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