Hablar de rock es hablar de guitarra eléctrica. Su símbolo. Nada representa mejor su estética y su contenido. Y si me preguntaran dónde se aprende a tocar la guitarra eléctrica, respondería sin dudar: en los escaparates. Creo que no hay otro sitio mejor para pasar horas y horas, estudiar, sentir en tu interior las ganas de tocar tanta guitarra. Y eso es lo primero. Conozco a algunos que tuvieron el privilegio de ir a clases, o que incluso empezaron a estudiar guitarra. Pero se ve que no sentían esa llamada del expositor. Porque se aburrían o dejaban su instrumento durante meses o años.
Eso es impensable cuando has estudiado en la escuela del escaparate. Porque entonces sientes una sed profunda que te hace desear tener una guitarra a cada momento, una en cada habitación, tocar y tocar y tocar. Sueñas con entrar de noche en la tienda, cuando no hay nadie, y correr de un sitio a otro. Raaang, rrooong, ta-taaang. Feliz como un niño en una pastelería musical.
A mediados de los 60 cada tarde, al salir de la academia, íbamos a una tienda de música cercana. Recuerdo el camino como una especie de espera impaciente. Pensando: ¿Habrán colgado alguna nueva? ¿Alguien habrá comprado aquella que tanto me gusta?
Al llegar, dejábamos la cartera en el suelo. Nos metíamos las manos en los bolsillos con fuerza. Y mirábamos absolutamente embobados aquel espectáculo.
Porque comprábamos revistas inglesas y americanas de música por los mercados de viejo. De esas que entonces se hacían para los “teen-agers”. Así que empezábamos a tener una buena colección de fotos de grupos. Las examinábamos una y otra vez. Nos aprendíamos de memoria las marcas de las guitarras, de las baterías, de los amplificadores.
Eran como signos de un mundo que estaba a años luz de nosotros. Un universo perfecto, mítico, donde la fama, la música, las admiradoras, el dinero, las revistas, te alejaban de aquella realidad sórdida, de callejón y futbolín, que nos rodeaba. Llegar a aquel mundo platónico parecía imposible.
Por eso, cuando ibas a la tienda de música y contemplabas las mismas guitarras que salían en las revistas sentías una emoción casi religiosa. ¡Dios! Ahí estaba el bajo Hofner de Paul McCartney. ¡Existía de verdad! Lo admirabas durante horas. Aprendías de memoria sus brillos, su forma de violín, el cuadrado ligeramente torcido de los controles, los rebordes, el veteado de la madera...
Las Rickenbacker, Fender, Gibson, Burns, Gretsch de tantos y tantos grupos permanecían a pocos centímetros. Sólo separadas de ti por un cristal. Con aquellos colores vivos y barnizados, sus formas delicadas, las cuerdas brillantes. Supongo que las guitarras se hubieran reído de nosotros si nos hubieran podido ver, la cara frente al vidrio, las manos tensas, y la expresión vacuna de enamorados.
Pero en aquellos momentos aprendías a tocar la guitarra con el corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario