El horario de invierno está marcado por una especie de competición contra la luz. Por la mañana, sobre las 8, la montaña tapa todavía el sol. Te levantas y todo está mojado, empapado. Hace un frío gélido y caminas por una sombra líquida, hasta tal punto de que tienes que poner el limpiaparabrisas del coche hasta que no llegas a la parte soleada.
Desayuno en un rincón único, que ahora quieren destrozar para montar un complejo monstruoso. Es el síndrome de Mallorca. No saber valorar el tesoro que se tiene. Vender tu privilegio por un hipotético plato de lentejas. Qué triste. Pero mientras exista ese rincón, le seré fiel. Porque me alimenta espiritualmente.
Después comienzo un paseo. La tarde es tan corta que no da tiempo, de manera que en esta temporada lo has de trasladar a primera hora. Es curioso porque empiezas a caminar por la playa desierta bien abrigado. El mar incluso humea, porque se evapora a causa de la diferencia de temperatura.
Sin embargo, a medida que caminas el día se levanta. Y cuando emprendes la ruta de vuelta, tienes que quitarte el gorro y el abrigo porque empieza a hacer calor. La mañana lumínicamente hablando empieza aquí pasadas las 10’30. Es la hora de trabajar mirando cómo las nieblas del horizonte se van evaporando. Los días de calmas son muy agradables. Me siento al sol y entorno los ojos como hace la gata. Inmóvil, disfrutando de esa caricia intangible.
Por la tarde, casi nunca llego a tiempo para ganar a la luz. Después de hacer los recados, enviar los mensajes, acabar los trabajos, el día ya declina. A veces, como hoy, con unos tonos malvas que me recuerdan a los del puerto de Maó. Fosforecentes, pictóricos, contagiosos. Te causan una extraña euforia cuando los ves colorear las montañas como si fuesen una acuarela de la Hermandad Pictórica Aragonesa. Del granate al violeta, al índigo, al gris apagado.
Entra la noche y baja mucho la temperatura. A media tarde hay que encender la chimenea, que a veces funciona a la primera y otras se hace mucho de rogar. Pero cuando se combustiona tiene algo mágico, que te hace compañía. Más o menos por esa hora entra la gata, se sube al sofá y ronronea estrepitosamente mientras abre y cierra las garras con placer.
Las noches calmas ves las barcas haciendo el calamar. Y muchas estrellas tachoneando el negro del cielo. La noche es profunda y silenciosa. Sueñas con una extraña precisión. Te preguntas a veces si esos sueños de inverno no son más reales que muchas de tus jornadas diurnas.
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