martes, 17 de enero de 2012

LA NOVELA POPULAR





Durante muchos años, las novelas de bolsillo fueron un elemento cotidiano de la ciudad. Todos recordamos aquellos libritos pequeños, de papel basto, que contaban historias del Oeste, de guerra o de terror. Se vendían en los quioscos por muy pocas pesetas. Y siempre tenían portadas muy “retro”, con dibujos parecidos a los carteles de las películas.

 Hoy en día, cuando la gente espera, juega con el móvil o escucha el mp3. O incluso maneja un ordenador portátil. Pero antes de la era tecnológica, el único divertimento popular para matar el aburrimiento eran las novelas populares.

Recuerdo especialmente a Arturo, que estaba en la recepción del periódico y atendía las llamadas. Era un hombre muy calmoso, siempre leyendo una novela con una coca-cola delante. Un día me di cuenta de que el libro era siempre el mismo. Y le pregunté: “¿Pero esta novela no era la que estabas leyendo la semana pasada?”

 Él se encogió de hombros. “Sí, sólo tengo una. Es que cuando la acabo de leer ya me he olvidado y vuelvo a empezar. Así me sale más barata”.

Ese era el secreto. Las historias de la mayoría de aquellos libros, en los que forjaron sus armas escritores muy buenos, eran tan tópicas e insustanciales que pasaban por tu memoria como hojas arrastradas por el viento. Todos los buenos eran iguales, los malos y las chicas también. Pero no importaba.

Una vez leídas, las novelas populares corrían una suerte infame. Se tiraban directamente a la basura. A no ser que algún lector respetuoso las vendiera en mercadillos o puestos de lance que ya no existen.

Aun siendo humildes y sin pretensiones, las novelas populares cumplían con su función. Hoy me he acordado de ellas al ver, por primera vez en mucho tiempo, a un hombre leyendo una historia del Oeste en la consulta del médico.

Como una imagen de otra época.

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