Hay veces en que te sientes como una planta. Sobre todo cuando tomas consciencia de la acumulación de historias, personajes, recuerdos, lugares que se va produciendo en tu memoria.
Conservo todavía una humilde plantita sin flores, esparragosa, que planté en los años 70. Estaba en un rincón del patio, en la primera casa que tuve en Palma. Desde entonces, la pobre ha experimentado en sus fibras mi vida agitada y mi nomadeo. De un sitio a otro. Hasta acabar muy lejos del emplazamiento inicial, casi cuarenta años después.
En todo este tiempo, ha conseguido sobrevivir a a muchos incidentes. Aunque se ha convertido en una especie de bola de raíces. Después de haberla cambiado en varias ocasiones de maceta, ya no queda espacio para tanta planta soterrada. Tanto bulbo y ramificaciones apretadas. En cambio, la parte aérea es ya muy reducida. Sigue con verdes lozanos, pero de escasa altura. Discreta. Madura.
Es una gran metáfora de lo que te ocurre con el paso del tiempo. El hecho de envejecer hace que las raíces de donde brota tu presente se hagan cada día más largas, más abultadas. En cambio, las hojas voladeras se conforman con seguir más o menos igual. Apenas destacan.
Las raíces son los recuerdos, las presencias, los pensamientos y fantasmas. Ese conglomerado rizomático que te une a la materia universal de la vida. Sueños, memorias revisitadas, hechos del pasado. Ejercen un peso profundo, oscuro, hacia los fluidos subterráneos de donde has surgido. Hasta el punto de que llega un momento que te parecen más reales los recuerdos que lo que estás viviendo.
En realidad, la naturaleza no deja de ser una gran escuela de donde aprendes verdades fundamentales. Y siguiendo esa academia, he decidido colocar en tierra la pobre planta. Para que sus raíces se fundan finalmente con la existencia telúrica de cuanto nos rodea. Lejos de macetas y estrecheces artificiales.
Lo cual no deja de ser otra metáfora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario