El año 1975, pasé un período del servicio militar en Palma.
Recuerdo a un teniente, que había servido con los Regulares, especialmente
afable. Cuando tenía guardia se paseaba con chilaba y si saludaba a sus
superiores les decía: “A ses seves ordres”. Algo insólito en la España del
tardofranquismo.
Un día, tomando un café en la cantina, se ofreció para
acompañarme al día siguiente hasta el cuartel. “Reconocerás mi casa enseguida:
tengo una escalera colgada en el balcón”.
Efectivamente, en un sencillo bloque de pisos que hacía
esquina, te fijabas enseguida en aquella escalera colocada en la pared, bien
visible, como si fuese una escultura dadaísta. Desde entonces, siempre que paso
por delante de ese enclave me sorprende ver todavía la escalera. Exactamente
igual que en aquel año de 1975. Y a saber cuánto tiempo llevaba ya allí.
En la mitología personal de cada uno, algunas imágenes
acaban por convertirse en símbolos. El mundo cambia tan rápido, la gente mayor
que conoces muere, los niños de repente son adultos, donde había un campo hay
ahora un barrio de casas, se te olvidan las cosas, pierdes la pista de los
amigos. Es como el río de Heráclito, que siempre cambia aun siendo el mismo
río.
Por eso, esos jalones intemporales van tomando una importancia
insospechada. La escalera de mano en la pared sigue allí. Ha contemplado el
cambio acelerado de la barriada. Me vio cuando era un jovenzuelo vestido de
militar y me ve ahora, hecho un paseante otoñal. Pero ella continua exactamente
igual. Como una señal de la pervivencia de ciertas cosas.
Cada vez la contemplo con más nostalgia y simpatía. Hasta el
punto de que, hace poco, decidí colgar también mi escalera de mano en el patio
abierto. Como si fuera una contraseña secreta en la lucha por que el tiempo no
se te lleve.
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