Una
de las cuestiones más candentes de este momento histórico es la relación entre
el triunfo y la fama. Nuestra cultura del consumo equipara tramposamente ambos
conceptos. Una persona que triunfa es aquella que adquiere popularidad, es
conocida y valorada por los medios, y se convierte en un icono de masas. Quien
no es famoso no ha triunfado.
He
aquí una buena reflexión para esa película que tan buena fortuna ha tenido en
crítica y carteleras: “Searching for Sugar Man”. Un documental que sigue los
pasos de un cantante eclipsado, Sixto Rodríguez, hasta rescatarlo del olvido y
hacer de él un símbolo. Y probablemente un buen negocio.
Cualquier
persona aficionada a la música de los 60-70 se habrá interesado por la
película, obra del sueco Malik
Bendjelloul.
Sus imágenes son potentes, la historia absorbe desde el primer momento. Y
pretende ser una parábola de los vaivenes del éxito.
Sorprende,
sin embargo, que tanta gente haya comulgado con esta cinta sin hacerse
demasiadas preguntas. Y sobre todo sin acusar ciertas zonas oscuras que
convierten el documental en objeto de ciertas sospechas. En la historia se
produce un momento crucial, cuando el dueño de la discográfica que
presuntamente se lucró con los discos que el cantante vendió en Suráfrica hace
un mutis inexplicable. Allí la película renuncia a profundizar sobre las
sombras de la industria discográfica. El tema queda soslayado, cuando
constituye la auténtica raíz de la historia. ¿Por qué?
El
climax aparece cuando descubren que Rodríguez no se suicidó en el escenario,
sino que sigue vivo. En ese momento, todos se han preguntado sobre su carácter,
su forma de hacer música, su personaje. Y, sin embargo, Rodríguez aparece
esquinado. Juega un papel más de personaje de ficción que de un documental. Sus
testimonios resultan escasos, pretenden alimentar más el mito que la realidad.
El
acento se pone en la escena de la vuelta de Rodríguez a los escenarios de
Suráfrica, que adquiere los caracteres de una especie de “Pretty Woman”
musical. Frente a la cantidad de preguntas que un observador se puede hacer -
¿sigue cantando bien? ¿qué siente? ¿por qué si era un ídolo del anti-apartheid
todos los espectadores son blancos? - el film se desliza hacia lo sentimental.
Una sobredosis de emotividad muy comercial, sin apenas datos relevantes.
Rodríguez vuelve a la fama, al triunfo. Una vez más, la popularidad actúa como
un elemento redentor. Ahí reside el núcleo de todo el discurso.
Se da por hecho que Rodríguez era “tan
bueno como Dylan” en su tiempo. Pero si bien tiene dos buenas canciones, con
una voz y aspecto que recuerdan a José Feliciano, nadie demuestra
fehacientemente que sea tan bueno como se predica. Y mucho menos comparado a
una figura como Dylan.
Se
asegura que renuncia al dinero, pero sabemos muy poco de su vida privada. Se
nos presenta como un rebelde que vive una vida sencilla, renunciando a los
oropeles. Pero tras la película parece claro que ha vuelto a los escenarios. A
pesar de vivir en una especie de chabola con chimenea, tiene Facebook desde
2008. ¿Es o no un personaje místico? Para ser un documental sobre Rodríguez,
apenas sacamos nada en claro sobre él.
Todos
sabemos de gente que ha triunfado en la vida, que hacen aquello en lo que
realmente creen, y no son famosos. Y por desgracia también a muchos famosos que
no han triunfado en absoluto. Sino que son meros esperpentos al dictado de las
audiencias y el mercado.
Bajo
su barniz de fábula de músico injustamente olvidado al que se hace justicia, la
búsqueda de Sugar Man también muestra los signos de ser en el fondo una muy
buena operación de márketing. La fama gracias al recurso del olvido.