Cada año, por estas fechas, empieza el
tiempo de los tomates. Es una pequeña y alegre estación, de la cual casi todos
participamos. Los que tienen tomateras y los que se limitan a recibir el fruto
de los primeros.
Los tomates, como los melones, inspiran
un sano orgullo a sus propietarios. Es algo que todos regalan con gusto. Porque
cuando te traen la bolsa llena hasta los topes, se aprecia una especie de
paternidad gozosa. Te explican de dónde los han cogido, los cuidados que han
recibido, las sulfatadas o campañas para evitarles los bichos depredadores...
De esta manera, la alegría del tomatante
se contagia un poco al tomatado. Uno no tiene la sensación de que se están
desprendiendo de algo. Ni que simplemente les salgan los tomates por las orejas
y no sepan qué hacer con ellos. No. Todo lo contrario.
Los tomates que te regalan a inicios del
verano son como una prueba de aprecio y amistad. Los contemplas tan rojos, tan
brillantes, con sus puntitos blancos de azufre y la cola enroscada, y es como
si realmente te hiciesen un presente bien valioso. Te los llevas a casa bien
contento, aunque tal vez la tarde anterior ya otro vecino te regalara un montón
de tomates y tengas la nevera a rebosar.
Da igual, porque los tomates que te
regalan siempre son más gustosos que los comprados. Abrir
su pulpa jugosa, verter su líquido denso con las pepitas, dejar a un lado la
piel arrugada y todavía exhalante de aromas apetitosos. Todo adquiere una
calidad máxima. Una y otra vez te dices: "Mmm. Qué diferencia con los del
mercado".
Aunque, tal vez, si te regalasen dos
kilos de Mercapalma no notarías la diferencia.
La fruta, los alimentos de
temporada, nos
rescatan recuerdos profundos. Son obsequios estacionales, que vuelven un
año tras otro. Como un reloj de la generosidad que atraviesa los años.
Nos sumen en ensoñaciones horacianas de
campesinos perfectos y frutos sabrosos.
Por eso, el que regala tomates te ofrece
algo más que una solaneácea. Te brinda un pedacito de fantasía.
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