Por estas fechas, el cielo estellado pasa a primer plano. Todos nos asomamos al firmamento nocturno esperando la famosa lluvia de las Perseidas. Bólidos y meteoritos. Las lágrimas de Sant Llorenç.
Esa expectativa, unida al
calor y a la vida exterior que se lleva en verano, convierte esa noche
en mágica. Intemporal y compartida.
Por una vez, nos fijamos en el
titileo paciente de los astros. Escuchamos alguna música lejana. Las
risas de una cena de terraza. El fragor suave de la hojarasca. Algunas
luces brillan a lo lejos. Un grillo se hace oír desde la oscuridad...
Y
entonces, como por ensalmo, todo se trastoca. Las estrellas se
convierten en las de tu niñez. La brisa nocturna, en el perfume de los
primeros veraneos. Las voces y risas, en las cenas al aire libre de tu
familia, entre el vino y la gaseosa. Las luces lejanas, los farolillos
de alguna fiesta o verbena. La música, en los primeros guateques
estivales.
Es como, si al imperio del firmamento, el pasado
volviera por unos segundos al presente. Y aprovechando la inmortalidad
de las estrellas, que estaban ya allí y parpadeaban exactamente igual
que ahora, regresaras imaginariamente a tu pasado.
Te reencuentras con
aquellos que ya no están, recuperas las sensaciones perdidas en los
estratos más profundos de la memoria. Y vuelves a ese verano intemporal
hecho de muchos y muchos veranos, que marcó una parte importante de tu
vida.
Sólo las estrellas, y el paso cerilloso de las Perseidas, hacen
que por una noche recuperes esa percepción tan diagonal de la
existencia. Que vivas por unos segundos entre las sombras del pasado,
acompañado de amigos que ya no lo son, o familiares que murieron.
Parpadeante y estrellado.
El milagro de las Perseidas consiste en sumergirte en el pasado sin abandonar el presente.
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