Últimamente, me cuesta darme un baño en el mar. Y eso que
después de las lluvias y los vientos, el agua está clara. De un azul luminoso.
Tiene ese toque mineral que anuncia el otoño. Lejos de las caldosidades
agosteñas.
No nacimos ayer. Y sabemos qué fácil resulta hacer demagogia
sobre las cosas que ocurren en este mundo. Las redes sociales están llenas de
frases ampulosas, proclamas de pacotilla, juicios sin argumentos contrastados,
lugares comunes. De acuerdo, lo sabemos. Pero aun así, cuesta meterse en el
mar.
Miras la superficie mansa, los reflejos entre las rocas. El
agua tiene el mismo color que en esas fotos. Sólo que allá, en lugar de barcas
y "llaüts" en la distancia, motos acuáticas, piragüistas, ves a
familias enteras intentando no ahogarse. Contemplas la angustia del padre que
aprieta contra si una niña. La expresión desencajada de una mujer. Los brazos
de un cuerpo inerte. Nada de glamour playero. El horror más absoluto. Pero el
paisaje es el mismo. Plácido, de tonos subidos. Horizontes paradisíacos.
¿Puedes convencerte realmente de que todo eso está muy
lejos? ¿Te puedes persuadir de que no tiene nada que ver contigo? ¿Que no pasa
nada? ¿Que te tiras al agua y todo será como siempre?
De poco sirven los editoriales baratos. Sobre todo cuando
los problemas son tan grandes y dependen de tantos imponderables. Lo sabes. Las
cosas complicadas no tienen un explicación pequeña. Eres consciente. Ni una
solución al alcance de cualquiera. De acuerdo.
Pero no por ello dejas de tener esa sensación. Cada día ves
a tantos turistas bebiendo y riendo, comprando compulsivamente, retozando en el
mar. Toda la industria de la felicidad vacacional a la orilla azulada del mar.
El mismo que ha sido sudario para tanta gente.
Sientes que las cosas no deberían ser así.
Y, la verdad,
cuesta bañarse.