domingo, 27 de marzo de 2016

TIENDAS DE LUZ




 Uno encuentra todo tipo de comercios cuando camina por las calles. Algunos llaman más la atención que otros. Los hay que te despiertan la curiosidad. Otros, el deseo de comprar. Y también están aquellos que te producen una especie de emoción secreta. Entre estos se encuentran las tiendas de lámparas.

 Desde mi más remota niñez he guardado una profunda admiración por las tiendas de lámparas. Esas que sólo tienen pantallas, bombillas, lámparas de pie, arañas y globos. Llenas de una materialidad casi invisible, Porque generalmente mantienen todas las lámparas encendidas, y estas son tan livianas que se diría que son más tiendas de luz que de lámparas.

Las tiendas de lámparas tienen algo demiúrgico. Cuando el atardecer cae sobre la ciudad, las calles se llenan de sombras. Y en perspectiva, dejan ver algunas luces aisladas. Un bar, una farmacia, un semáforo. En medio de ese horizonte, la tienda de lámparas destaca como una auténtica ciudad. Como un trasatlántico luminoso que destellea desde donde lo mires. Con todo su escaparate radiante. Con ese resplandor global que originan los diferentes focos de luz, y además cada uno de los puntos luminiscentes. Unos más fríos, otros más cálidos. Fuertes o débiles.

En la partitura de la ciudad nocturna, las luces de un bar son un "blues". La cruz verde de las farmacias, un sonido de sirena ambulancial. Pero las tiendas de lámparas representan una auténtica sinfonía. Y te imaginas la vida del encargado, absolutamente resplandeciente como si fuese un dios del panteón griego. Con el poder absolutamente prodigioso de encender y apagar todas esas bombillas. De crear una y otra vez la luz, al modo de un Génesis de bolsillo.

Fascinan y hechizan. Te hacen soñar. Sobre todo cuando se reflejan sobre el asfalto mojado. 

Y te hacen murmurar para ti: "Vaya factura de electricidad...."

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