Uno encuentra
todo tipo de comercios cuando camina por las calles. Algunos llaman más la
atención que otros. Los hay que te despiertan la curiosidad. Otros, el deseo de
comprar. Y también están aquellos que te producen una especie de emoción secreta. Entre estos se
encuentran las tiendas de lámparas.
Desde mi más
remota niñez he guardado una profunda admiración por las tiendas de lámparas.
Esas que sólo tienen pantallas, bombillas, lámparas de pie, arañas y globos.
Llenas de una materialidad casi invisible, Porque generalmente mantienen todas
las lámparas encendidas, y estas son tan livianas que se diría que son más
tiendas de luz que de lámparas.
Las tiendas de lámparas tienen algo demiúrgico. Cuando el
atardecer cae sobre la ciudad, las calles se llenan de sombras. Y en perspectiva, dejan ver algunas luces aisladas. Un bar, una farmacia, un semáforo.
En medio de ese horizonte, la tienda de lámparas destaca como una auténtica
ciudad. Como un trasatlántico luminoso que destellea desde donde lo mires. Con
todo su escaparate radiante. Con ese resplandor global que originan los
diferentes focos de luz, y además cada uno de los puntos luminiscentes. Unos
más fríos, otros más cálidos. Fuertes o débiles.
En la partitura de la ciudad nocturna, las luces de un bar
son un "blues". La cruz verde de las farmacias, un sonido de sirena
ambulancial. Pero las tiendas de lámparas representan una auténtica sinfonía. Y
te imaginas la vida del encargado, absolutamente resplandeciente como si fuese
un dios del panteón griego. Con el poder absolutamente prodigioso de encender y
apagar todas esas bombillas. De crear una y otra vez la luz, al modo de un
Génesis de bolsillo.
Fascinan y hechizan. Te hacen soñar. Sobre todo cuando se
reflejan sobre el asfalto mojado.
Y te hacen murmurar para ti: "Vaya
factura de electricidad...."
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