A las casas, como a otras cosas animadas, hay que quererlas.
Y cuando se las quiere, es para toda la vida. Aunque después, por una u otra
razón, se las deje. Y habites en otros domicilios diferentes. Es igual, ese
vínculo sentimental nunca se romperá. Al contrario, conforme pasen los años más
fuerte y emotivo resultará.
Me contaba el
dueño de un local de noche que un día se paró un hombre muy conturbado.
"¿Puedo entrar? Es que yo nací aquí". Y en unos minutos recorrió
aquellas estancias rememorando exactamente lo que había en cada rincon. Como si
lo estuviese viendo.
Es la figura
del intruso. Aquel que regresa al lugar donde vivió, pero de forma casi
clandestina. Una mañana, pasé por la finca donde nací. Y me encontré la puerta
abierta. Hacía cuarenta años que no entraba allí. Una secreta fuerza me impulsó
a hacerlo, aunque temiera ser confundido con un asaltante o un ladrón.
El corazón me
latía fuertemente, mientras acariciaba el buzón donde recibí las primeras
cartas. Luego, comencé a subir las escaleras que conocía de memoria. Iba
recitando los nombres de los vecinos de mi infancia, piso por piso. Si en aquel
momento alguien me hubiese sorprendido, probablemente hubiese llamado a la
policía.
Por suerte,
nadie salió. Fui subiendo uno por uno todos los pisos. Hasta llegar al cuarto,
y encararme con la puerta de la casa donde viví los primeros años. Todo me
parecía más estrecho, más pequeño. Y eso que, hacía poco, habían
pintado maderas y paredes con unos tonos muy oscuros y bastante feos. En mis
recuerdos, aquella escalera aparecía mucho más elegante y bonita.
Frente a la
puerta por la que entré y salí tantas veces de niño, no supe qué hacer. Puse la
mano en la madera confiando en no ser sorprendido. Y creo que, a su manera, la
casa también me contestó con emoción.
Luego, al
darme cuenta de lo impropio de mi presencia, bajé las escaleras rápido y me
fui.
Acababa de ser
un intruso en un casa que siempre consideraré como propia.
¡Qué extraño!