Las escaleras de la Costa den Brossa siempre me han parecido peligrosas. Pero no sabía hasta qué punto. Todo empezó el día en que el fisio me puso ante el espejo en calzoncillos. “¿Lo ves? El empeine del pie derecho está un poco inclinado hacia afuera”. Me lo quedé mirando. Tenía razón. Y salí algo preocupado al saber que escoraba hacia la derecha. ¡Debía mantenerlo en secreto! Pero ignoraba las consecuencias que este pequeño defecto iba a tener en mi vida profesional.
Resulta que mi desviación ligeramente conservadora hace que cualquier pequeño desnivel me haga tambalear si me coge a desmano, o mejor dicho a despié. Con lo cual puedo subir y bajar grandes escalones, pero medio centímetro puede ser fatal.
Por ejemplo, la antedicha Costa den Brossa. De escalones tan descompensados, con alturas siempre incómodas sobre todo si desciendes.
Tenía que pasar. Una noche de sábado navideño iba algo apresurado, caminando a zancadas. Por la cuesta circulaban muchas familias cargadas de regalos y listas de Reyes. Todo lleno de luces, niños, fum-fum-fum y animación navideña.
Al segundo escalón, una pequeña inclinación me hizo torcer el pie derecho. Entonces, para asombro de todos los presentes, hice una serie de aspavientos en el vacío. Para ser más precisos: primero me incliné hacia la derecha (siempre la derecha, ¡pardiez!), luego agité las manos tal como hacen los del “follow me”. A continuación el cuerpo se dobló hacia adelante. Hice un gesto instintivo con la cabeza para compensarlo. Pero el tobillo se acabó por doblar. Entonces, y para asombro de las familias navideñas, di varios saltitos intentando frenar en vano. A continuación caí directamente sobre los escalones, con los brazos extendidos hacia adelante. Para descender después, al modo del trineo de Santa Claus pero sin renos, tres o cuatro filas de escalones ruidosamente. Hay que decir que al tiempo pronunciaba expresiones malsonantes que no puedo reproducir aquí.
Después de esa secuencia a lo Laurel & Hardy se hizo un silencio espeso entre la gente. Lo rompió una niña señalándome con el dedo: “Mamá, ¿no es ese señor que escribe en el periódico?”.
Todos me miraron con alarma. Cielos. ¿Creería usted a un articulista que se cae solo por unas escaleras de apenas tres dedos? ¿Seguiría sus consejos? ¿Le consideraría creíble?
Ya sabía yo que ese escoramiento a la derecha no me traería nada bueno.
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