Era un niño cuando conocí al primer escritor de verdad. Un escritor que además vino de visita a casa. Mi padre lo había conocido en Madrid y entonces era una pluma cotizada. Su nombre resultaba ya novelesco: Ramón Eugenio de Goicoechea.
Cuando entró en nuestro piso lo contemplé con temor reverencial. Era alto, desgarbado, hablaba de forma ruidosa pronunciando sentencias y chascarrillos sin parar. Delgado, con gafas, fumaba en pipa. Llegó acompañado de su mujer, debería ser a finales de los 50. Una señora discreta y agradable: Ana María Matute. Y su hijo, que más o menos tenía mi edad y recuerdo que iba con pantalones cortos.
Goicoechea regaló a mi padre su último libro. Se llamaba "Memorias sin corazón". Y en la portada salía él con su pipa a través de una vidriera rota. Me impresionó muchísimo ver en el sofá del despacho a la misma persona que salía en la portada de un libro.
Los niños nos fuimos a jugar. Recuerdo que montamos en la mesa del comedor toda mi infantería de muñequitos: indios, el circo, los japoneses, cazadores de la selva, cow-boys, federales y confederados. Fue un trabajazo. Y cuando ya los teníamos todos desplegados nos cansamos. Y no jugamos nada.
Después de aquel conocimiento siempre buscaba en los periódicos alguna referencia a Goicoechea. Y me sentía orgulloso de haberlo conocido. Mi padre hacía comentarios sobre él, como personaje pintoresco y se reía cuando leía sus entrevistas.
Finalmente, fue su mujer, aquella señora tan agradable, la que triunfaría. Y el niño que me ayudó a montar los muñecos es un señor mayor que sale a veces por la tele.
Tener un escritor en casa es algo que desde entonces se me hizo imborrable. Y a pesar de las pestes que todos han pronunciado sobre Goicoechea, le sigo teniendo un cierto cariño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario