Tiempos difíciles. Y también tiempos para cambiar de hábitos. Cada mañana Loreta abre su bar, comienza a preparar varias bandejas de tapas, que llenan la entrada de un calorcillo hogareño. Mabel también abre su café, cerca del muelle y las barcas. Enciende la estufa, pone en marcha la cafetera. Mira por los cristales esperando la llegada de algún cliente. Juan Carlos coloca cuidadosamente sus botellas de vino, mira y remira la decoración - muy sumaria, unos toneles y carteles “vintage”-, lo coloca todo en su sitio.
Como ellos, centenares de pequeños comerciantes levantan las barreras con la incertidumbre en el cuerpo. “No sé si podré pagar el alquiler”, “esto está cada día más flojo”, “hay días en que vienen dos personas”. Se esfuerzan porque la oferta de su pequeño negocio, sean las tapas, el café, el vino a granel, las verduras, la ropa, atraiga la atención de los viandantes.
En estos tiempos deberíamos empezar por cambiar nuestros criterios selectivos. Crisis las ha habido en todas las épocas. Pero nunca la gente dispuso de tanta información. Nunca supo de manera tan fehaciente quiénes son los que explotan a sus trabajadores, los que suben abusivamente los precios, los que cobran comisiones exorbitantes o te obligan a suscribir contratos leoninos.
La consecuencia es lógica. Ya que estamos en una cultura de consumidores, y el consumo es el motor principal, ¿por qué no ejercer ese otro voto del consumo? ¿Por qué no activar el voluntariado consumista?
Café por café, prefiero ir a los bares de Loreta o Mabel, que luchan por sacar su negocio adelante. Vino por vino, los de Juan Carlos. Y así sucesivamente. Sabiendo que el menos el dinero que pones en circulación, aunque sea poco, vaya a personas que conoces. Gente trabajadora y decente. Al mundo real y no las megafinanzas.
Ojalá pudiésemos hacerlo en todos los ámbitos del consumo. Pero por algo hay que empezar...
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