jueves, 24 de marzo de 2011

EL BAILE DEL UNICORNIO


Hoy en día, todo el mundo cree que la magia es sólo harrypotteriana. Es decir, a base de castillos, dragones, monstruos y efectos especiales. Pero no es así. La verdadera magia no necesita de tramoya. Le basta con cosas bien sencillas.

Hace unos días, caminaba por las calles cercanas a Santa Eulàlia. Era de noche. Ese momento en que el barrio antiguo se llena con el ajedrez de las sombras y las farolas. Silencioso y poco transitado. Delante mío, en una esquina, puede ver algo que me dejó asombrado. De una de las calles salió un caballo plateado, con alas doradas, que caminaba a poca distancia del suelo. Se desplazó limpiamente a través del cruce, dirigiéndose hacia el mar.

Mi primera impresión fue de incredulidad. Contemplé a mi alrededor, pero sólo pude divisar a una mujer que llevaba las bolsas de basura. Y no hizo ningún gesto de sorpresa. Parecía que era el único en contemplar el caballo volador. Apreté el paso para asomarme a la esquina.

Allí, en medio de la calle, tenía ante mí uno de esos globos metalizados. Con forma de unicornio. Sus colores refulgían con las luces artificiales, dándole un aspecto etéreo, irreal. Sus movimientos eran lentos. Como si realmente tuviese vida. Dio unas vueltas por el centro de la calle y se fue hacia un rincón, siempre volando a dos o tres palmos sobre el asfalto. Impulsado por una brisa casi imperceptible.

Me lo quedé mirando, y entonces se elevó hacia una pared. Se situó a un metro de altura, mientras yo sonreía y seguía caminando. “¡Qué curioso!”, pensaba.

Pero entonces, el unicornio, con aquellos movimientos acompasados de baile, volvió a descender. Se puso detrás mío, como si me siguiese. Yo me detuve, divertido. Miré a mi alrededor. Nadie. Era la única persona en contemplar sus cabriolas aéreas. Creo que esa soledad era la que daba un valor insospechado al globo, le concedía un valor de intimidad. De vida propia. Como si fuese una representación sólo para mí.

El globo me adelantó y súbitamente se dio la vuelta. Hasta quedar la cara del unicornio frente a la mía. Pude ser su ojo pintado, su piel arrugada, su materialidad de plástico refulgente. No me atreví a tocarlo, creo que hubiese roto el embrujo. Y entonces, arrastrando la cuerdecita que debía sujetarlo, volvió a dar otro quiebro. Vi venir a lo lejos a una mujer con dos perros. Pero antes de que llegara, el unicornio se giró para enfilar otra calle. Como si acabase de tomar la decisión. Y desapareció hacia el mar, entre los callejones desiertos.

Ni efectos especiales, ni brujas ni dragones. A veces, la magia sólo depende de un poco de plástico, gas cautivo y una brizna de viento.

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