Hay un momento de la adolescencia en que te preguntas todo sobre tu vida. El mundo parece una incógnita. Todas las posibilidades están abiertas. Ello te permite soñar sin límites. A veces también con inquietud.
Recuerdos mis paseos por las avenidas del invierno. Me detenía sobre todo delante de las tiendas de muebles. Miraba con atención los escaparates. Los salones, los dormitorios. Intentaba imaginarme viviendo de mayor en un escenario como aquel. Me interrogaba: ¿Cómo será mi casa? ¿Me habré casado, y con quién? ¿A qué me dedicaré?
En el frío de la calle, entre los coches y la luz de las farolas, parecía un espectro reflejado en aquellos espejos suntuosos, lechos confortables, sofás, sillones, cuadros elegantes, luces matizadas. Proyectando mis películas mentales en aquellas falsas habitaciones de decoración. De pie frente al cristal.
Hoy, cuando el argumento de gran parte de tu vida ya se ha desarrollado, vuelvo a veces a realizar aquellos paseos. Rememoro con cierta añoranza mis largos ratos de observación, mis ensueños. Que realmente han sido bastante distintos a los que entonces me podía figurar.
Pero también pienso hasta qué punto esas fantasías germinales influyen luego a lo largo de toda tu vida. Me pregunto si cuando he decorado mis casas de adulto, no habré introducido sin darme cuenta algunos de aquellos detalles. Intentando reproducir el rincón de la lámpara de pie, la cama bajo un cuadro, que viera en un escaparate, en las desapacibles noches del invierno.
Cuando cualquier hueco imaginario, aunque sólo sea de sueño y de luz, parece calentarte un poco.
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