jueves, 21 de julio de 2011
LOS QUE SOMOS NUESTRO PADRE
Por un mero mecanismo de supervivencia psíquica, nosotros siempre nos vemos igual. No sabríamos distinguir el yo actual del de hace diez, quince, veinte, treinta años. Es un continuo, una percepción sin fisuras. Por eso necesitamos a veces un espejo para percibir el paso del tiempo.
Personalmente, me impresionan los vecinos. Pero no esos a los que tratas y ves con asiduidad. Sino esos otros vecinos mucho más lejanos, que se limitan a cruzarse contigo por tu calle de vez en cuando. Muchos de ellos tienen una larga fidelidad en ese
aspecto, y los conoces desde hace tiempo, mucho tiempo.
Como no los ves más de que uvas a peras, te das cuenta dramáticamente de los cambios que afectan a su anatomía. Y piensas: “¡Cómo ha envejecido! ¡Y cuánto se parece a su padre, que ya murió hace tiempo!”.
Ya lo escribió Ramón Gómez de la Serna: “Me miro al espejo y me encuentro francamente parecido a mi padre. ¿Seré mi padre?”.
Esa es la cuestión. Todos acabamos reproduciendo rasgos y gestos de nuestros antepasados. A veces, al mover las manos reconozco un gesto muy típico de mi madre. Oigo mi voz y creo escuchar a mi padre. Huelo mi ropa y huele como la de mi abuela. Es como si el genotipo se tomara una secreta venganza contra nuestras rebeliones y afirmaciones de la personalidad, para acabar reproduciendo nuestra herencia en nosotros. Irremisiblemente.
Ese oculto proceso de intemporalidad nos resultaría poco perceptible. Si no fuese por esos vecinos ocasionales, fieles, envejecientes. Que cruzan ante nosotros con la mirada perdida y son una especie de metempsicosis de nosotros mismos.
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