Hace tiempo descubrí la existencia de las acroterias. Son esos remates que coronan los frontones de muchos templos clásicos. A veces en forma de concha, muchas veces representando la silueta de una palmeta. Un mero detalle ornamental, sin otra función que realzar la silueta del edificio. Este repertorio clásico se puso muy de moda en el siglo XIX. Pero, claro, uno no suele prestar atención a estas cosas. Hasta que un día, por casualidad, levanté la mirada. Y allí, en un edificio del Carrer del Call, vi aquel elemento curioso. "¡Vaya, una acroteria!", me dije. A partir de ese momento, mi memoria computó el nuevo input. Y empecé a ver acroterias por todos lados. En el primer edificio de Sa Nostra, obra de Bennàssar, en la Misericòrdia. En los remates de edículos representativos, en grabados antiguos...
Algo que era absolutamente desconocido para mí, que no existía, se convirtió en un motivo de curiosidad. Me recordó a los juegos de niños, cuando coleccionábamos matrículas de coches. Ahora me había convertido en un caza-acroterias. Eso me hizo pensar en que no acabamos de sacar todas posibilidades a nuestra realidad. Pasamos por la ciudad un poco como sonámbulos. Y si fuésemos capaces de analizarlo todo, conocer los detalles, emplear el vocabulario matizado del conocimiento, cualquier paisaje urbano se convertiría en interesante.
Por cierto, los que deseen introducirse en el mundo de las acroterias tienen una muestra derrochosa y magnífica. El edificio del antiguo Banco de España. Su arquitecto, Miquel Rigo, realizó una verdadera apoteosis de acroterias. Debía de ser un acroteriómano porque a su muerte, en 1876, fue sepultado cerca del antiguo oratorio del cementerio. Y como monumento funerario, ¿qué tenía?
¡Una inmensa acroteria!
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