domingo, 28 de agosto de 2011

CHURROS IN THE NIGHT



Hay aspectos en los que uno no deja de ser niño jamás. Como en la fascinación por mirar las tiendas de juguetes. O ese instinto goloso que te aboca hacia las cosas dulzonas y contundentes. Tal vez por ello siempre he sido un admirador de las churrerías. Sobre todo en las horas del anochecer.


Qué cosa más fría una ciudad en invierno cuando se empiezan a encender las farolas, y las calles sólo son cruzadas por los coches. El cielo se torna violáceo, lleno de trasluces, se encienden las ventanas de las casas. La calle se deshabita, produce una desazón especial.


Pero para salvarnos están las churrerías.


Producen una gran ternura en primer lugar por sus habitáculos. Son como los puestos de castañas, los quioscos de diarios, los antiguos cacahueros y carameleros, las caravanas del circo. Están plantados en la soledad asfáltica como una colonización humana y multicolor. Pero en este caso, con una enorme ventaja. El aroma.


No hace falta ser piel roja para detectar una churrería desde bastantes metros de distancia. Es un aroma de aceite y pasta, de azúcar y fritura. Tan denso que creo que engorda con sólo olerlo. La churrería esparce a su alrededor una atmósfera operística del estómago. Con esas luces siempre algo sobrenaturales de sus neones. Los colores de las chuches, las bolsas de patatas fritas, la máquina de chocolate. Es el verdadero imperio de los sentidos.


Contemplar la fabricación de los churros es asistir a una artesanía. La masa sale hecha un verdadero "churro", luego cae en la masa hirviente del aceite. Espumea, crepita. Es como las buenas cosas de la vida, que empiezan blandas y paliduchas para irse tostando, haciéndose crujientes y olorosas. Cuando sale el churro de la marmita, va a parar al cucurucho donde deja sus huellas dactilares de aceite. Y ese olor tan alimenticio.


El churrero lo maneja todo con suficiencia. Y en el fondo no dejas de envidiarle. Allí, siempre en un nivel más elevado, rodeado de esas luces mistagógicas, manejando los cucuruchos como un mago. Iluminados igual que un trasatlántico en la noche urbana.


No es extraño que más de uno de mi generación dijera muy serio a sus padres. "Mamá, de mayor quiero ser churrero".

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