Es uno de esos recuerdos mágicos de la infancia. Acostumbrado a ir a la cama muy temprano, siempre me interrogaba sobre el mundo misterioso de la noche. ¿Cómo era? ¿Qué pasaba? ¿Por qué los mayores no me dejaban conocerlo?
Desde la cama, intentaba escuchar cosas extrañas. Como la noche de Reyes. Pero siempre me acababa durmiendo antes de atisbar cualquier suceso extraordinario.
Pero una noche, por una razón que he olvidado, me desperté de madrugada. A una hora tenida por muy intempestiva, tal vez las tres o las cuatro de la mañana. Recorrí el pasillo con precaución, cuidándome de no hacer ruido. La casa entera contenía la respiración, como si fuese un reloj de tic-tac que acabase de pararse.
Recuerdo que entré en el despacho de mi padre. La oscuridad hacía brillar de forma diferente todos los objetos: el reloj de bolitas giratorias, el escritorio con las plumas. Y contagiado de aquella atmósfera absolutamente irreal, me dirigí a la ventana. Corrí el visillo. Y surgió ante mí un cielo desconocido. Estrellas que no había visto nunca sobre el panorama habitual de la ciudad.
Estrellas de madrugada.
Me pareció como si fuese el visitante de un mundo distinto. Y a aquellas horas, un universo extraño girara sobre la ciudad dormida. Como el libro de un destino. Como un designio.
Es curioso el modo con que ciertas cosas quedan impresas en tu mente. Desde entonces, muchas veces me levanto en la alta noche para asomarme a la ventana. Ahora la noche es algo familiar. Ya no tiene aquel hálito prohibido.
Pero si contemplas las estrellas de madrugada recién o medio despierto, con la mitad de tu mente todavía en el sueño, no han perdido su poder evocador. Y todavía tienes la sensación de estar ante un descubrimiento planetario, un planisferio alternativo.
Te resulta más fácil creer en aquellos pueblos arcaicos que sabían leer su destino en la escritura de las estrellas.
Sobre todo si son las estrellas de madrugada.
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