El tema de la sostenibilidad ha hecho que algo tan aparentemente trivial como las bolsas de los comercios sea un problema. Durante años, esos productos plastificados han servido para todo: llevar la compra, guardar la basura, irse de excursión, acumular cosas, incluso de compañeras fieles de los sin techo. Hasta que se han acumulado en cantidades gigantescas obligando a su control.
Hasta aquí, nada que objetar. Parece lógico que los consumidores paguemos por llevarnos una de esas bolsas, y de esa manera se frene algo su consumo. Al mismo tiempo, algunas grandes superficies han puesto a la venta cestas permanentes que pueden suplir el uso de las bolsas más fungibles. Muy bien.
Es problema es que la mayor parte de esas nuevas bolsas ¡son horribles! Las de plástico resultaban más neutras, primero porque se deformaban con el peso, y luego porque las posibilidades decorativas resultaban limitadas. Pero estas nuevas bolsas "estables" gozan de una superficie considerable, de material afecto al color, y por lo tanto resultan mucho más vistosas. Llaman considerablemente la atención.
Ves a la señora con la bolsa es que exhibe una especie de membrillo gigantesco, pintado con colores naïfs. O un bodegón de verduras cocidescas. Pasa un caballero de mudanzas con el membrillo lleno de libros. Te cruzas con un indigente que guarda sus pobres pertenencias en otra bolsa de membrillo.
De manera que lo que ganamos en sostenibilidad lo perdemos por ahora en criterio estético.
Recuerdo que, en mi infancia, no existían las bolsas de plástico. La gente llevaba unas bolsas de tela, con dibujitos bordados de tono cursi, o bien las típicas cestas de paja. La diversidad y la sencillez de los diseños hacían que pasasen inadvertidas. No te fijabas en ellas. Algo que no se puede decir de la estirpe del membrillo. Así que, si como parece hemos de volver a ser pobres, tampoco estaría mal recuperar la estética sobria, elegante y discreta, de lo humilde.
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