martes, 3 de abril de 2012

LA MAMPARA



Hay cosas que cambian tu vida de forma inesperada. Aunque sean triviales. Desde hace bastantes años estaba acostumbrado a las duchas sin mampara ni protección alguna. Me he pasado mucho tiempo recogiendo con el mocho el agua salpicada. Pero, al fin y al cabo, no dejaba de ser un ahorro porque así al mismo tiempo fregaba el suelo.

Sin embargo, hace escasos días me han instalado una mampara. Es decir, una especie de cabina de cristal donde el duchante se introduce para realizar sus funciones. Algo que sólo había visto en los hoteles buenos y en casas de cierto nivel.

El primer día la miraba con desconfianza. ¿Realmente es necesario un artefacto tan enorme? Pero cuando me introduje por primera vez, cambió por completo mi percepción. Nada más cerrar la puerta con ese pomo plateado, se hizo un profundo silencio. Me inundaron un montón de recuerdos de mi infancia. 
Cuando me escondía en lugares a los que mis padres no podían llegar: como los bajos de una mesa, un rincón entre los muebles, un armario... Allí me sentía seguro, lejos del mundo.

Miré a mi alrededor y di un suspiro de nostalgia. Hasta el punto de que, en lugar de darme una ducha rápida, me traje una silla y me senté dentro de la mampara. ¡Qué tranquilidad! ¡Qué sentimiento tan acogedor! Me parecía que la crisis, los problemas y tensiones del mundo exterior quedaban al otro lado del muro de vidrio. Allí no se escuchaba nada. Estás cerrado pero por muros traslúcidos, sin agobio.

Podía reunirme conmigo mismo con toda tranquilidad. Si tuviera una secretaria le diría: “No estoy para nadie”. Y cuando me llamasen de una televisión americana para ofrecerme trabajo, diría: “Sorry, ahora está dentro de la mampara”. Además, he descubierto que tiene una “reverb” tipo “small room” magnífica. De manera que incluso puedo aprovechar para ensayar algunas canciones. Total, que con la mampara lo de la ducha es lo de menos.

Me pregunto porqué olvidamos esas categorías germinales de la infancia, que aunque no queramos aceptarlo nos persiguen durante toda la vida. Como la del escondrijo. Sólo las reencontramos por casualidad, cuando tan importantes han sido para nosotros.

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