domingo, 8 de abril de 2012

PEPE RUBIANES



Conocí a Pepe Rubianes en 1970, cuando ambos coincidimos en el TUC o Teatro Universitario de Cámara. Eran los tiempos de recitales a partir de poemas de Lorca o Hernández. Y de obras teatrales simbólicamente subversivas como “Los reyes de la baraja” de José Ruibal. Mi función era tocar la guitarra de doce cuerdas y cantar en ciertos intervalos, y también cuando alguno de los actores sufría un “blanco”, cosa bastante usual. Allí coincidí también con actores como Walter Cots o Vicente Nieto.

Pepe era una persona divertida y sorprendente, mucho más serio y concienzudo fuera de los escenarios que allá arriba. Pero siempre con aquella extraña virtud de decir las barbaridades más gordas con una sonrisa encantadora, y hacer que te partieras de risa.

Después de aquellas jornadas, que acababan con cervezas en las tascas de la calle Avinyó, me lo encontré en pocas ocasiones. Cuando vino a Palma con su monólogo o con “Antaviana”.

“Hola Garrido”, decía con su latiguillo habitual. Nos cruzamos un par de veces por la calle. La última, poco antes de morir, cuando tomaba una cerveza y fumaba un cigarrillo en una terraza de la Barceloneta, desafiando al cáncer de pulmón.

Pepe murió en un momento culminante de su carrera, y siempre será recordado en su cénit. Pero cuando veo ciertas evocaciones que lo transforman en una especie de héroe, siento que traicionan su voluntad y lo que realmente fue.

No creo que Pepe Rubianes quisiera ser un héroe de ninguna causa, ni ser elevado a los altares. Todo lo contrario. Creo que le hubiera disgustado. Y me pregunto por qué ciertas culturas tienen que convertir a todos los que destacan en resistentes y combatientes para glorificarlos y aceptar sus méritos.

No todo el mundo desea ser glorificado. Ni son sólo los héroes (o lo que la sociedad quiere entender como tales) quienes merecen un recuerdo. 

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