Un filósofo griego dividió a los hombres en tres categorías: los vivos, los muertos y los que están en el mar. En nuestros días, podríamos considerar que la humanidad se divide en: los vivos, los muertos, y los que aunque han muerto siguen en la agenda del móvil.
Durante siglos, se invocaba la presencia de los espíritus haciendo cadenas de manos en la mesa, encendiendo velas, haciendo circular una "oui-ja". En puridad, ahora habría que pedir a los desencarnados que nos hicieran una perdida para constatar su existencia.
Antes ya ocurría en las agendas de papel. Pero era un testimonio más fijo y distante. Ves el nombre de un amigo que ya no está y te entristece, pero su presencia es muy literaria, cerrada. En cambio, cuando repasas la agenda del móvil y te encuentras con un nombre difuntado, te entra un medio escalofrío. Porque sólo el hecho de permanecer allí, latente, ya parece indicar que en cualquier momento puede producirse una pequeña resurrección. Aunque sea meramente telefónica.
Los griepos creían que los que permanecen en el mar están y no están en la vida. Permanecen en un estadio fronterizo, perdidos en la incertidumbre y la inmensidad. Y sólo cuando arriban por fin a tierra recuperan su condición de vivos. Pero los supervivientes de la agenda no tienen redención. Permanecerán en nuestra lista de contactos como si fuese una pequeña lápida electrónica hasta el día en que, cambiando de aparato, les borremos. Con esa pena profunda que da el renunciar al recuerdo de una persona.
O tal vez no lo hagamos. Y sigamos conservando su nombre, su teléfono, por si algún día en la alta noche recibimos una llamada inesperada, con la tarifa plana del Más Allá.
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