domingo, 17 de marzo de 2013

LA TOLDILLA




Hay palabras que desaparecen junto con las cosas que les dieron origen. Pasa el tiempo y las nuevas generaciones ya ignoran su significado. Son como los viejos frascos de perfume que evocaba Baudelaire en sus poemas. Conservan aromas rancios de otros tiempos. Fantasmales. Sólo existentes en el recuerdo.

 El otro día recordé uno de esos términos: “toldilla”.

Hasta los años ochenta, muchos barcos de pasaje tenían una categoría hoy extinguida. Consistía en espacios de cubierta protegidos sumariamente por un toldo - blanco o de rayas azules - y con incómodos butacones de madera. Dada su simplicidad y ausencia de comodidades, era el billete más barato. Los de mi generación pasamos muchas travesías en la toldilla, camino a Ibiza, Mallorca o Menorca. Protegidos por un saco de dormir un poco gusanesco. Machacándonos la espalda.

La toldilla suponía un viaje muy especial. Mientras los pasajeros de camarote o salón podían leer, tomarse una copa en el bar, pasear por los pasillos, en toldilla te enfrentabas a la negra noche. El viento se colaba entre los cabos que sujetaban el toldo. A través de la borda intuías el balleneo lento de las olas. Enormes, oscuras. Resonaban la espuma y el traqueteo de las hélices. A veces la luna, rojiza como el filo de una espada ensangrentada, se dejaba ver por esos intersticios. El olor del gasoil, los fragmentos de carbonilla, se mezclaban con el salitre y el puro frío.

La palabra toldilla servía también para designar otras cosas. La pobreza del emigrante o del indigente. La aventura. Lo esencial.

Ahora ya casi nadie sabe qué significa. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Joder con la toldilla! ¡Casi no veníamos desde Barcelona, con un frío que pelaba...!