Una de las dialécticas más antiguas y engañosas consiste en la nostalgia. El paso del tiempo trasmuta los metales pobres en oro puro, disimula los aspectos más oscuros. Hace brillar los recuerdos como si todo tiempo pasado fuera mejor. Lo cual no es cierto.
Pero es verdad que ciertos cambios sobrevienen de repente, causándote una cierta sorpresa. Y el contraste entre lo nuevo y lo antiguo te sume en una especie de letárgica perplejidad. Con ganas de contar a todo el mundo que, otrora, las cosas eran de otro modo.
Por ejemplo, si vives en el centro de Palma, un día te sorprendes añorando la presencia de vecinos. Aquellas señoras mayores de toda la vida. Los matrimonios. Los niños. Porque han ido desapareciendo de tu escalera, sustituidos por los turistas. Constantemente suben y bajan por la escalera cargados con sus maletas de ruedas. Ya no escuchas las peleas de la pareja de abajo por el ventanuco del baño, sino las frases incomprensibles dichas en alemán, inglés o ruso. Tus vecinos son una especie de espejismo. Gente desconocida. Una reencarnación sin rostro del turista alquilante de piso en el centro.
Sales a la calle, y te sorprendes enunciando los comercios tradicionales que han desaparecido en el barrio. Colmados, mercerías, tiendas de tejidos... Esos establecimientos sólo viven en tu memoria. Porque en la calle han sido sustituidos por tiendas de "souvenirs", "take away", pizzerías exprés, o dispensadores de "gelato". Todas muy parecidas, y muchas veces con las puertas abiertas y la música a todo volumen.
Y en ese mismo lugar, surge el recuerdo de los años en que la gente se cruzaba por los callejones angostos de Canamunt y los señores se tocaban el ala del sombrero. O las parejas andaban cachazudamente hacia misa en Santa Eulàlia. Incluso aquellos turistas huérfanos y solitarios, como robinsones del mapa y el "¿Katedrale?". Hoy te ves refugiándote en un portal para sortear el paso de varias galeras de caballos, filas de extraños vehículos de dos ruedas con usuarios en forma de champiñón, grupos en bici...
Las tardes de silencio levítico, con el sonido de En Figuera resonando campanudamente por las casas, han dado paso a miles de músicas dispares. La calle se ha llenado de acentos distintos y coloristas. Músicos, estatuas vivientes, vendedores. Esa Palma típica que tanto se promociona como capital de la calma ha desaparecido.
Nunca tiempo pasado fue mejor. Pero eso de "la mejor ciudad del mundo" resulta francamente raro.