miércoles, 17 de junio de 2015

OBJETOS DE DESEO




A lo largo de los años, conservamos el recuerdo de muchas cosas. A veces, con cierto empeño y monumentalidad. Esas fotos de viajes, de actos sociales. Cartas antiguas, entradas de conciertos. Es el pequeño universo afectivo que en cierta manera nos justifica. Al cual volvemos una y otra vez en busca de un sitio en el mundo.
  Pero hay un tema por el que generalmente pasamos de largo. Que obviamos. Y sin embargo tiene un hondo calado. Me refiero a los objetos de deseo.
  Aunque cueste de reconocer, nuestra vida también está marcada por objetos que en un determinado momento han despertado nuestro deseo más absoluto. Es un sentimiento que se remonta sobre todo a la infancia, cuando las cosas deseables adquieren un halo mágico. Una entidad ontológica superior a la realidad habitual.
  Deberíamos volver de vez en cuando a esa visión retrospectiva. Recordar aquellos objetos que nos fascinaron de niños. Con los que soñamos durante semanas o meses. Que acariciábamos con la imaginación. Ellos despertaron en nuestro interior un mundo paralelo, feérico. Tan fascinante y minúsculo como esos paisajes para trenes eléctricos con sus luces y casitas.
  Recuerdas aquel juego de muñecos. Lo mirabas en el escaparate de la juguetería. Te parecía que el día en que lo tuvieras todo sería distinto. Alcanzarías la felicidad más absoluta. Los reproducías de forma invisible con la imaginación. Lo mismo que aquella pelota, aquel instrumento, aquella bicicleta, aquel coche de bomberos de hojalata...
   Equivocadamente, consideramos como momento real aquel en el cual logramos nuestro deseo. Falso. La auténtica realidad, platónica y sublimada, es la del preámbulo. Cuando esperábamos con ansiedad que llegara el momento de alcanzarlos.
  Deberíamos tener una galería bien presente de todos los objetos del deseo de nuestra historia. Porque, en cierto modo, ellos explican nuestra existencia.

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