A lo largo de los años, conservamos el recuerdo de muchas
cosas. A veces, con cierto empeño y monumentalidad. Esas fotos de viajes, de
actos sociales. Cartas antiguas, entradas de conciertos. Es el pequeño universo
afectivo que en cierta manera nos justifica. Al cual volvemos una y otra vez en
busca de un sitio en el mundo.
Pero hay un
tema por el que generalmente pasamos de largo. Que obviamos. Y sin embargo
tiene un hondo calado. Me refiero a los objetos de deseo.
Aunque cueste
de reconocer, nuestra vida también está marcada por objetos que en un
determinado momento han despertado nuestro deseo más absoluto. Es un
sentimiento que se remonta sobre todo a la infancia, cuando las cosas deseables
adquieren un halo mágico. Una entidad ontológica superior a la realidad
habitual.
Deberíamos
volver de vez en cuando a esa visión retrospectiva. Recordar aquellos objetos
que nos fascinaron de niños. Con los que soñamos durante semanas o meses. Que
acariciábamos con la imaginación. Ellos despertaron en nuestro interior un
mundo paralelo, feérico. Tan fascinante y minúsculo como esos paisajes para
trenes eléctricos con sus luces y casitas.
Recuerdas
aquel juego de muñecos. Lo mirabas en el escaparate de la juguetería. Te
parecía que el día en que lo tuvieras todo sería distinto. Alcanzarías la
felicidad más absoluta. Los reproducías de forma invisible con la imaginación.
Lo mismo que aquella pelota, aquel instrumento, aquella bicicleta, aquel coche de bomberos de hojalata...
Equivocadamente, consideramos como momento real aquel en el cual
logramos nuestro deseo. Falso. La auténtica realidad, platónica y sublimada, es
la del preámbulo. Cuando esperábamos con ansiedad que llegara el momento de
alcanzarlos.
Deberíamos
tener una galería bien presente de todos los objetos del deseo de nuestra
historia. Porque, en cierto modo, ellos explican nuestra existencia.
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