jueves, 29 de junio de 2017

UNA BOMBA EN LA MARINA DE EIVISSA



 En recuerdo de Catalina Ferrer, fallecida recientemente. El artículo que publiqué hace años sobre su marido Joan Tur Ramis. Dos voces de una Eivissa que desaparece. (Foto: Diario de Ibiza).





 Es algo tan importante para nosotros, y de lo que sabemos tan poco… ¿Quién no vive en cierto modo de sus recuerdos? ¿Qué cosa puede haber más importante que ese cúmulo de voces, personajes, escenarios, que nos explica a nosotros mismos? ¿Qué seríamos sin nuestros recuerdos?

 Sin embargo, nadie nos enseña cómo cultivarlos, conservarlos, hacer de ellos un patrimonio y un tesoro. Pues pocas cosas nos son tan necesarias como ellos.

 Eso pensaba yo paseando por las calles de la Marina de Eivissa. Es un itinerario que no me falla nunca. 
Cada vez que llego a Vila, recorro la topografía de mis recuerdos. Y me siento identificado con ella. Me parece escuchar una música invisible mientras huelo el aroma de las pizzas mezclado con el patchoulí. Eludo a la gente que se agolpa en las tiendas de ropa. Me siento sumergido en un mundo de colores y sensaciones casi epidérmicas, que me recuerda muchas otras estancias y otras Eivissas que ya no existen.

 Aquella tarde, sin embargo, tuve suerte.


SA FONDA FORMENTERA. La antigua Fonda Formentera tiene una forma extraña. Es una especie de triángulo encarado al muelle. Todo tiene una explicación. Funciona desde el siglo XIX, en que ya servía de local para un casino popular. Y cuando se construyeron las actuales instalaciones portuarias, se recortó una parte del edificio para ganar espacio portuario.

 Es un local inconfundible, convertido hoy en restaurante, con unas mesitas muy apretadas en una calle estrecha. El espejo portuario enfrente, la avalancha humana transcurriendo por sus alrededores. En un rincón vi al propietario, el popular Joanito de sa Fonda Formentera. Cenaba con parsimonia una “ensalada payesa”. Rodeado de turistas, máquinas de video, mujeres con pareos. Imperturbable.

 Le saludé y me invitó a sentarme. La luz empezaba a oblicuarse y entraba directamente por el callejón, iluminando todos sus destalles con una dianaidad diría que feliz, muy ibicenca. Colores tan plenos, que dan ganas de comerlos o acariciarlos.

 Cuando le comenté lo de la forma triangular del edificio se rió con esa picardía que adquiere la gente mayor. Un gesto que he visto repetido en las personas sabias, que contemplan el mundo desde el remanso de la edad. Entre escépticas y nostálgicas.

 “Don Isidoro (se refería al célebre historiador Macabich) deia que és triangular per què va ser construida per masons”, y se ríe moviendo la cabeza. “Ai, don Isidoro”.

 Me explica cómo se reunían alrededor de la chimenea grandes artistas y arquitectos como Sert. Discutiendo de ideas estéticas o de lo que podía ser el futuro. El propio Sert, me cuenta, se imaginaba que llegaría un día en que la gente llegaría a Eivissa, correría por una carretera alrededor de la isla, y se irían por donde había venido. Todos se burlaban entonces. “Però ara és una realitat”.

UNA BOMBA EN DOMINGO. Esta parte del puerto de Eivissa siempre me ha parecido una especie de barco. En invierno, está gris y desierta. Pero cuando llegan los meses de verano hay tanta gente paseando por la ribera, tanta multitud, que tienes la sensación de que la isla se va a hundir en cualquier momento. Agobiada por el peso.

 Desde la época de mis primeros recuerdos, cuando vagaba por estas mismas calles a principios de los setenta, han pasado muchas cosas. Pero es una zona que me sigue acogiendo. Me permite rememorar pequeños detalles, recuerdos tan claros como si hubiese sucedido ayer. Como la peluquería cercana al desaparecido Noray donde los hippies se iban a duchar por cinco duros.

 También leo en los ojos de Joanito de sa Fonda Formentera esa profundidad de los recuerdos. Pero en su caso, adquieren un auténtico valor histórico. Hablamos de los años de la guerra. Y me muestra una casa típica de la marina – fachada estrecha, tres balcones, blanca y sencilla - que está apenas a diez metros. “Jo vaig néixer allà. Aquell balcó era sa habitació des papàs”.

 El sol le nimba con una extraña aureola, y los pelos canosos de la cabeza refulgen como si fuera un apóstol. Parece emocionarse cuando me cuenta la historia de la vivienda inmediata. Sólo conserva una pared, con las ventanas tapiadas. Por atrás se vislumbra un árbol que ha superado incluso la altura de la fachada, ocupando un interior en ruinas.

 “Va ser el septembre de 1936. Noltros estàvem a Talamanca. I vam venir es diumenge a Vila amb un bote, remant. El dia abans, uns avions italians sobrevolaren Vila i les ametralladores que hi havia al port varen disparar. A l’endemà tornaren carregats de bombes. Una va caure allà, al costat de sa meva casa. I la va esfonsar. Altre va anar aquí mateix, a on hi havia una fonda amb molta gent dinant. Va ser una carnisseria. La gent es va possar molt nerviosa. Va haver pànic. I al dia següent es van produïr els afussellaments del Castell. Aquestes són les dinàmiques de les guerres”.

 Me quedé en silencio. Allí estaba aquel hombre, con su ensalada payesa, sentado en el mismo epicentro de todos sus recuerdos. Tenía enfrente la casa donde nació, podía tocar la fonda que fue de sus padres y que ha regentado durante toda su vida. Ver las paredes derribadas en 1936 y que siguen igual, como si la guerra hubiera acabado hace dos días.

 Y mientras él hundía la mirada hacia dentro, se iluminaba con esa claridad de sí mismo que dan los recuerdos combinados con los lugares, la tierra que le ha visto a uno crecer, pasaban los turistas como autómatas. Gritones, desubicados. Sin saber por dónde pasaban.

 La imagen de Joanito de sa fonda Formentera me quedó grabada con tanta precisión como el retablo renacientista de la iglesia de Jesús. Porque explica tantas cosas de nuestra necesidad de vivir las cosas, relacionarnos con las raíces, apreciar y conservar la memoria gracias a la que somos lo que somos.

 Casi tuve envidia… de sus recuerdos.





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