En el año 2000,
toqué por primera vez "La guitarra Platónica" para celebrar mi 50
cumpleaños. Invité a un montón de amigos y previamente les di de cenar y
abundante bebida. Nada seguro del resultado.
Pero el formato
sobrevivió. A su manera. Llevo 18 años volviendo a él de forma ocasional. Y
cada vez se convierte en algo distinto. Primero era una especie de declaración
de amor a la música, luego una colección de historias personales, más tarde un
canto a la amistad, después una afirmación de mi condición de chico de barrio,
luego una reivindicación del rock and roll en tu vida.
Después de un
tiempo de silencio, lo vuelvo a visitar. Y ahora ya es otra cosa. Es una
reflexión sobre la adolescencia y el sentido de la vida.
Estoy impaciente
por volverme a encontrar con esa Guitarra Platónica que tantas cosas me ha
revelado.
Será el jueves 30
de agosto. Una fecha fatal para cualquier programador. A las 20'30 en la Sala
Delirious de Palma (Carrer
de Mateu Enric Lladó, 12).
Cuando uno piensa
en sus amigos, se imagina a las personas más próximas. Aquellas con las que tienes una
mayor identificación. Del trabajo, de la escuela, de la infancia. En general,
es gente con la que has compartido momentos importantes de tu vida. Durante
años. Y que desde entonces quedan fijados en tu memoria como personas de
referencia.
Pero no siempre es así. A veces, hay
amistades que te marcan y no provienen de razones tan evidentes. Son personas
con las que has compartido algún momento de tu existencia, pero que después se
amplifican en la distancia. Te dejan siempre un deseo de volver a verlas, de
hablar con ellas. Porque el espacio común que compartes se enraíza en los
estratos más profundos.
Recuerdo muy a menudo la semana en que estuve
ingresado en el antiguo Hospital General. Y compartí habitación con Andreu, un
"homo antic" de Llubí. No nos habíamos visto antes ni volveríamos a
hacerlo, porque murió poco después. Pero aquella convivencia en la enfermedad,
con largas horas de conversación, momentos cómplices, historias contadas en la
medianoche, me ha quedado grabada. Siempre he lamentado no haber podido volver
a verle. Y cuando pienso en él, no puedo evitar un sentimiento real de amistad.
Mezclado con el sabor de aquellas frutas que le traían de su huerto.
Tampoco olvidaré nunca las noches
transcurridas con Rubén, el vigilante del recinto arqueológico de Empúries.
Horas y horas hablando en su pequeño cubículo, paseando después de madrugada
por las ruinas, bajo la mirada ciega de la estatua de Esculapio. Filosofando, compartiendo los silencios. Como si estuviésemos
en otro mundo, muy lejano al cotidiano. No recuerdo una sensación similar. Y
aunque ha pasado mucho tiempo sin que le haya vuelto a ver, conservo su amistad
como una de las cosas valiosas de la vida.
Y es que la amistad tiene mucha literatura y
mucho mito. Pero al final, probablemente se reduzca a una cosa bien sencilla.
Dos pequeños aerolitos, perdidos en la inmensidad del Universo, que por un
breve espacio de tiempo comparten la misma órbita. Flotan sobre el Cosmos como
si su vida tuviese sentido.