jueves, 31 de marzo de 2011
miércoles, 30 de marzo de 2011
LUCES DE ESCAPARATE
Hay un momento de la adolescencia en que te preguntas todo sobre tu vida. El mundo parece una incógnita. Todas las posibilidades están abiertas. Ello te permite soñar sin límites. A veces también con inquietud.
Recuerdos mis paseos por las avenidas del invierno. Me detenía sobre todo delante de las tiendas de muebles. Miraba con atención los escaparates. Los salones, los dormitorios. Intentaba imaginarme viviendo de mayor en un escenario como aquel. Me interrogaba: ¿Cómo será mi casa? ¿Me habré casado, y con quién? ¿A qué me dedicaré?
En el frío de la calle, entre los coches y la luz de las farolas, parecía un espectro reflejado en aquellos espejos suntuosos, lechos confortables, sofás, sillones, cuadros elegantes, luces matizadas. Proyectando mis películas mentales en aquellas falsas habitaciones de decoración. De pie frente al cristal.
Hoy, cuando el argumento de gran parte de tu vida ya se ha desarrollado, vuelvo a veces a realizar aquellos paseos. Rememoro con cierta añoranza mis largos ratos de observación, mis ensueños. Que realmente han sido bastante distintos a los que entonces me podía figurar.
Pero también pienso hasta qué punto esas fantasías germinales influyen luego a lo largo de toda tu vida. Me pregunto si cuando he decorado mis casas de adulto, no habré introducido sin darme cuenta algunos de aquellos detalles. Intentando reproducir el rincón de la lámpara de pie, la cama bajo un cuadro, que viera en un escaparate, en las desapacibles noches del invierno.
Cuando cualquier hueco imaginario, aunque sólo sea de sueño y de luz, parece calentarte un poco.
jueves, 24 de marzo de 2011
EL BAILE DEL UNICORNIO
Hoy en día, todo el mundo cree que la magia es sólo harrypotteriana. Es decir, a base de castillos, dragones, monstruos y efectos especiales. Pero no es así. La verdadera magia no necesita de tramoya. Le basta con cosas bien sencillas.
Hace unos días, caminaba por las calles cercanas a Santa Eulàlia. Era de noche. Ese momento en que el barrio antiguo se llena con el ajedrez de las sombras y las farolas. Silencioso y poco transitado. Delante mío, en una esquina, puede ver algo que me dejó asombrado. De una de las calles salió un caballo plateado, con alas doradas, que caminaba a poca distancia del suelo. Se desplazó limpiamente a través del cruce, dirigiéndose hacia el mar.
Mi primera impresión fue de incredulidad. Contemplé a mi alrededor, pero sólo pude divisar a una mujer que llevaba las bolsas de basura. Y no hizo ningún gesto de sorpresa. Parecía que era el único en contemplar el caballo volador. Apreté el paso para asomarme a la esquina.
Allí, en medio de la calle, tenía ante mí uno de esos globos metalizados. Con forma de unicornio. Sus colores refulgían con las luces artificiales, dándole un aspecto etéreo, irreal. Sus movimientos eran lentos. Como si realmente tuviese vida. Dio unas vueltas por el centro de la calle y se fue hacia un rincón, siempre volando a dos o tres palmos sobre el asfalto. Impulsado por una brisa casi imperceptible.
Me lo quedé mirando, y entonces se elevó hacia una pared. Se situó a un metro de altura, mientras yo sonreía y seguía caminando. “¡Qué curioso!”, pensaba.
Pero entonces, el unicornio, con aquellos movimientos acompasados de baile, volvió a descender. Se puso detrás mío, como si me siguiese. Yo me detuve, divertido. Miré a mi alrededor. Nadie. Era la única persona en contemplar sus cabriolas aéreas. Creo que esa soledad era la que daba un valor insospechado al globo, le concedía un valor de intimidad. De vida propia. Como si fuese una representación sólo para mí.
El globo me adelantó y súbitamente se dio la vuelta. Hasta quedar la cara del unicornio frente a la mía. Pude ser su ojo pintado, su piel arrugada, su materialidad de plástico refulgente. No me atreví a tocarlo, creo que hubiese roto el embrujo. Y entonces, arrastrando la cuerdecita que debía sujetarlo, volvió a dar otro quiebro. Vi venir a lo lejos a una mujer con dos perros. Pero antes de que llegara, el unicornio se giró para enfilar otra calle. Como si acabase de tomar la decisión. Y desapareció hacia el mar, entre los callejones desiertos.
Ni efectos especiales, ni brujas ni dragones. A veces, la magia sólo depende de un poco de plástico, gas cautivo y una brizna de viento.
miércoles, 16 de marzo de 2011
martes, 15 de marzo de 2011
LA EDAD DE LAERTES
Todos llevamos dentro la genealogía de Odiseo. La juventud es la edad de Telémaco. Cuando vas de un sitio a otro, pruebas, entras, sales, te dejas llevar por los impulsos y los sentimientos. Eres un ser un poco ajenizado, dependiente casi por completo de tu entorno.
Después llega la edad de Odiseo o Ulises. Cuando dominas tu realidad interior y exterior. Reinas sobre ellas. Emprendes tus viajes y construyes tu mundo del mismo modo que el rey de Itaca talló su tálamo nupcial en un grueso tronco de olivo. Es también el momento de la lucha, de los padecimientos y las victorias.
Más tarde entras lentamente en la edad de Laertes. Cuando el padre de Odiseo le cede la corona. Se retira al campo. Vive humildemente, dedicado a cuidar sus campos, sus animales y reconciliarse en silencio con su pasado.
Todo está en Homero.
jueves, 10 de marzo de 2011
LA CABINA INVISIBLE
Entré en los aseos de una céntrica cafetería de Palma, con intenciones obvias. Y al momento, me sorprendió un murmullo. Eché una mirada por aquella estancia aparentemente vacía. En la que resonaba una voz un poco en sordina. ¿Había una tertulia en uno de los wcs? ¿Era una psicofonía?
Mucho más sencillo. Se trataba de un hombre que, presumiblemente sentado en la taza del inodoro, mantenía una plácida conversación con su mujer. “Pues si no puede ser mañana la cena, que sea pasado...”
Aquello me sugirió ese nuevo concepto de la modernidad. La cabina invisible. Durante mucho tiempo, la gente se encerraba en cabinas telefónicas para hablar cuando estaban en la calle. Pero con los móviles, aquel recurso de intimidad ha desaparecido. Sin embargo, la mayor parte de la gente no se corta un pelo. No es consciente de que se encuentra en cualquier lugar público hablando a gritos de cosas muy íntimas.
¿Por qué? Porque se creen protegidos por la cabina invisible.
He asistido a broncas furiosísimas en plena calle, a conversaciones y tonteos amorosos, a discusiones de negocios, cotilleos... Y todo sin ninguna protección, en medio de todo el mundo. Ves cómo la persona que habla se aísla psíquicamente. No mira a su alrededor, no quiere ser consciente de dónde se encuentra. Contempla el suelo o mantiene la mirada perdida, como si toda su percepción se hubiese focalizado en el móvil. Y el mundo hubiese desaparecido.
Claro que, por otro lado, tampoco los paseantes hacen mucho caso. Cada vez nos habituamos más a ese espectáculo. Ya nada nos sorprende. Y de este modo, también los escuchantes contribuimos a nuestra manera a construir esa cabina invisible.
Debe de ser un efecto de esta rara época en que vivimos. Donde la gente se perece por comprarse móviles nuevos y con grandes prestaciones, y no se preocupa de lo que hablan a través de ellos. Que, en buena lógica, debería de ser lo importante.
martes, 8 de marzo de 2011
LA INMORTALIDAD SEGÚN FACEBOOK
En su libro “La ciudad desvanecida”, Mario Verdaguer cuenta la historia del marmolista Lagrange, que vivió a finales del XIX. Tenía su taller cerca del Born y muchas veces trabajaba en plena calle. Verdaguer relata que te cruzabas con alguien conocido, a quien saludabas. Y al día siguiente pasabas por el Born y allí estaba Lagrange tallando una lápida funeraria con el nombre de tu conocido. Era una sensación chocante y siniestra.
Nuestra tecnología está creando hechos semejantes. Por ejemplo, la inmortalidad a partir del “Facebook”. En esa red social siguen los “muros” y “perfiles” de amigos que ya han fallecido. Da una sensación extraña el entrar en esa página, con el último texto colgado -a modo de involuntario epitafio- y los comentarios de los afligidos amigos, que constituyen una especie de elegías espontáneas. Como las cintas de las coronas de muertos.
A veces, por efecto del propio programa, en un extremo te sugieren que te hagas amigo de aquel que lleva semanas muerto. Y te mira con una extraña sonrisa desde su foto de perfil. Como si dijese: “De aquí no me saca nadie”.
No somos capaces todavía de evaluar los efectos que para nuestra dimensionalidad espacio-tiempo tienen las nuevas tecnologías. Tus archivos, tus fotos, tus webs, tus cuentas de correo te pueden sobrevivir. Quedar errantes en el ciberespacio, como esos satélites con algún pobre animal a bordo. Lejos, en otros lugares, nadie sabrá si estás vivo o muerto. Serán como hologramas fantasmas de tu vida.
Te ofrecen servicios para “testamentar” sobre tus cuentas, o incluso grabar mensajes “post mortem”. Pero lo que más impresiona es esa negación del tiempo que tiene la lógica informática. Cuando nos equivocamos en algo basta con apretar el comando “deshacer” para volver atrás. ¡Qué daríamos por hacer lo mismo en tantos otros órdenes de la vida! Cuántas cosas anularíamos apretando control y “z”...
En el ciberespacio puedes volver atrás, corregir tus errores, y siguen viviendo los muertos. A veces, como quien pasea por un jardín de la memoria, entras en sus “facebooks” y sientes la agridulce sensación de que siguen vivos.