Sin embargo, la sombra tiene un papel fundamental en nuestra existencia. A veces, circulando por algunos callejones de Canamunt, logras conjurar su presencia. Ves la longitud desértica de la calle, y a tu espalda, ese ser oscuro, simétrico, que repite tus movimientos sin ser tú.
La sombra, esa pareja hoffmaniana que ha servido para urdir muchas leyendas y cuentos fantásticos. Pero también la clave para comprender algunos de nuestros comportamientos más instintivos. La moderna psicología ha descubierto en la sombra el concepto que explica muchas paranoias sociales, sobre todo en tiempos como los que estamos viviendo.
La sombra representa todo aquello que llevamos en nosotros, pero que nos negamos a aceptar. Esos contenidos odiosos, inconfensables, que colisionan con la racionalidad de la existencia diurna. Lo que hacemos entonces, es proyectar esa sombra en alguien. Preferentemente colectivos que puedan representar para nosotros ese aspecto sombrío de la existencia. Echamos la culpa a los extranjeros, los que son distintos, los que tomamos por enemigos. Les acusamos de ser como en realidad somos nosotros en nuestro interior.
Y esa transferencia envenenada es capaz de generar los odios más crueles, las conductas más despiadadas, como queda patente a lo largo de tantas y tantas guerras, genocidios y pogromos.
La sombra adquiere entonces un carácter casi metafísico. Parece tan inocente cuando nos sigue la noche en que llegamos tarde a casa. Tan doméstica, tan evanescente. Pero, en nuestra psique, está tejida con la urdimbre más peligrosa de las ideas prefijadas, los dogmas psicóticos, la hipocresía de quien culpa a los demás de lo que él es culpable.
¡Cuidado con las sombras!
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