Cuando reivindicaba el cementerio como un lugar de paseo,
mucha gente me objetaba: “¡Qué mal rollo! Estará lleno de malas vibraciones”.
Yo contestaba siempre lo mismo: “Imposible, porque está lleno de gatos”.
Efectivamente, en varios rincones del camposanto escuálidos
mininos surgían detrás de las lápidas para restregarse contra tus perneras. O
bien dormitaban tranquilamente sobre una losa. Los felinos tienen un sentido
especial a la hora de escoger los lugares, que nunca falla. Deja a un gato en
una casa, y al poco rato se habrá aposentado en el mejor enclave del lugar.
Sabe dónde está el calorcillo en invierno, el fresquete en verano, la mejor
vista, el suelo más mullido, el rincón tranquilo, y quién sabe cuántos
condicionantes más que se escapan a nuestros ojos humanos. Es una especie de
Feng Shui a la gatuna. Un Cat Shui.
De hecho, a veces un gato te mira fijándose en el aire que
rodea tu cabeza, como si estuviese estudiando el aura. Recuerdo que la
escritora Concha Alós, autora de un libro denominado “Rey de gatos”, tenía un
montón de micifuces en su casa. Y aseguraba que a veces, todos giraban la
cabeza hacia un punto invisible, seguían la trayectoria de algo que no se podía
contemplar, y al rato ya se relajaban. ¿Qué habían visto? Nunca lo podremos
saber.
Así que donde hay gatos es difícil que crezcan esas “malas
vibraciones” que salpican las leyendas urbanas. Los primeros en huir de un
lugar desagradable son ellos.
De manera que tal vez, cuando visitemos un piso en alquiler
o de venta (si es que podemos seguir alquilando y comprando pisos tal como van
las cosas) podríamos llevar un gato y soltarlo un rato. Si el animal busca un
rincón para limpiarse y enrollarse entre ronroneos, buena señal. Si sale
escopeteado por la escalera, “malum signum!” como decía Virgilio.