Después de visitar muchos monumentos de la antigüedad, se
llega a una conclusión incontestable. Los hombres antiguos creían que la piedra
tiene “vida”. Existe una vibración especial en cualquier naveta, talaiot,
recinto de taula. Incluso el gótico medieval revela un lenguaje oculto que no
existe por ejemplo en el neogótico del XIX. Aunque sean formalmente idénticos. Una
especie de orden implícito que aunque aprecias, no eres capaz de interpretar.
Existe una manera para suponer cómo se ve el mundo con los
ojos de la piedra. Si uno pasea estos días por el casco antiguo, se encontrará
con muchos turistas haciéndose fotografías delante de la Seu o de Santa
Eulàlia. Imágenes congeladas de una figurita con piedra al fondo. ¿Pero cómo se
vería eso mismo desde la óptica de la piedra?
Si la piedra pudiese mirar, todo sería como un “time lapse”
aceleradísimo. Aparecierían los hombres arrastrando las piedras, construyendo
los monumentos. Y luego miles y miles de figuritas delante de la iglesia o el
talaiot. Inconscientes, fugitivas como sombras de hojas. Lo que para nosotros
es un momento de la vida, para la piedra sería un avatar imperceptible, un
abrir y cerrar de ojos. La nada.
Los ojos de la piedra nos demostarían que existe una
corriente oculta de la vida de la cual somos futiles manifestaciones.
Proyectados en ese abanico de milenios, ¿qué es nuestra existencia? ¿Qué son
las constantes de nuestra personalidad, nuestros problemas? El flujo de los
siglos se lo lleva todo. Y quedamos como uno de esos destellos de los ríos,
únicos, sí, pero fugitivos. Inconsistentes.
Tal vez sea ese el sentido de los arcaicos constructores.
Grandes monumentos de piedra en los que cobijarse, confiando en participar
aunque fuera por un segundo de esa secuencia de inmortalidad. Nosotros les
hacemos fotografías de recuerdo, la piedra nos convierte en fotogramas de una
película intersecular.
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