Este sábado día 31 de agosto, en la plaza Bisbe Campins del monasterio de Lluc: "Les veus de la nit". Un repertorio de canciones de Mariona Forteza, y textos del libro "Llànties de foc" de Joan Mascaró.
El acto se enmarca en el ciclo "Les nits de Lluc".
El ser humano gusta de lo habitual. Eso se traduce en muchas actitudes defensoras de las tradiciones y la rutina. Pero también tiene su equivalente en ciertas querencias más cotidianas. El verano, por ejemplo, es el mejor momento para reencontrarse con la ropa vieja. Infeliz aquel que cambia constantemente de indumentaria y que se deshace de cuanto ha modelado el tiempo. Los meses fríos del invierno tal vez lo justifiquen. Pero el verano, con su informalidad y desenvoltura, es el reino de la camiseta vieja.
Cuando cambia la estación, lo primero que hago es repasar mi batería de camisetas viejas. Las hay francamente vintage. Propias del menester de ir a la playa o hacer la siesta al aire libre. Escojo cuidadosamente una y siento esa sensación tan especial de amoldarte a algo muy estrechamente. Las prendas nuevas tienen apresto, huelen muy bien, realzan la cara y la figura. Pero hasta que se convierten en tu segunda piel transcurre un tiempo. Durante el cual justamente pierden tanta apariencia y compostura. En cambio, una camiseta vieja te abraza cariñosamente. Se deposita sobre tu espalda como esa mano afectuosa de un amigo. Se mueve ventilando tus alerones. Su color tiene aguas causadas por el tiempo.
De forma inconsciente, despierta en ti recuerdos y sensaciones del pasado. Hace que surjan imágenes de otros veranos, de otras noches y otras playas. Forma una entidad poética a pesar de algún agujero o "siete". Totalmente disculpable, teniendo en cuenta que es agosto. Los objetos tienen su corazoncito. Y conservando esas camisetas holgadas, descoloridas, pasadas de moda, también expresamos una cierta reconciliación con nuestro pasado.
Pocas cosas nos hacen comprender rápida y gráficamente la esencia del tiempo. Gran parte del mundo que te envuelve cambia contigo. Produce la ilusión de que sigues en el mismo lugar que hace años. Pero hay ciertos elementos que, con su inmovilidad, te señalan los límites de la existencia. Los ciclos. Lo que empieza y lo que acaba.
Como las estatuas.
Este busto representa a un príncipe de la época julio-claudia. Fue hallado en el teatro de Tarraco. Y constituye desde hace muchos años una de las piezas señaladas del fondo de escultura romana del Museu Arqueològic nacional de Tarragona (http://www.mnat.cat/).
Lo visité de pequeño, a las nueve o diez años. Con la máquina colgando al cuello. Y posé de esta manera por imperativo de mi padre. Al menos lo deduzco por mi expresión. Cincuenta años después, he vuelto de nuevo. Ahora con otra pinta y sin máquina, sólo con el móvil.
Cuántas cosas han cambiado. Pero, en un contraste absoluto con la fugacidad de lo orgánico, la estatua sigue igual.
En el verano de 1962, pasé unos días de vacaciones con mis
padres en la residencia que el ministerio franquista de Educación y Descanso tenía
en Can Picafort. Supongo que mi padre no calculó que, siendo regentada por un
falangista, hacían cantar el Cara al Sol con el brazo en alto antes de cada
comida. De manera que buscó modos de salir de allí para conocer nuevos lugares.
Recuerdo a don Llorenç Vanrell, párroco entonces de Can
Picafort, sentado a la fresca con la sotana entreabierta. El nos llevó a la
finca de Son Real, y en "es figueral" nos invitaba a coger higos:
"Cojan coja, yo les dispenso". Desde allí caminamos hasta la excavación.
Tenía doce años y quedé fascinado por aquellas piedras
numeradas, las tumbas abiertas, los esqueletos a punto de ser metidos en cajas
para su examen. Probablemente, aquella imagen - junto con los paseos por Empúries
- marcó en mí una querencia por el pasado.
Mantuve durante muchos años en la
memoria aquel rincón arqueológico, y en 1980, cuatro años después de instalarme a
Mallorca, lo volví a visitar. Me sorprendió que nade hubiera cambiado. todo estaba como lo recordaba. Escribí un reportaje para el "Dominical
DM": "Son Real, una ciudad de los muertos junto al mar".
Desde
entonces, Son Real se convirtió en un paradigma de paisaje analógico. Un
enclave lleno de belleza y de magia, abandonado a su suerte. Tuve la
oportunidad de visitar las diferentes excavaciones que lo han ido recuperando y
consolidando, gracias sobre todo a Jordi Hernández y Margalida Munar. Este mismo verano
apareció un nuevo esqueleto, atado hasta conseguir una forzada postura. Su tumba seguía intacta, sin ningún ajuar.
Son Real es un paisaje que habla del hombre antiguo. Y que, a
dos pasos de las concentraciones turísticas, nos devuelve la poesía y el
misterio del pasado.
Los pasados días
2, 3 y 4 de agosto, tuvimos la suerte excepcional de cumplir uno de los sueños
que me perseguían desde hace años. Darle voz a la necrópolis y a sus desconocidos
moradores. A través de la lectura de parte del poema de La Ilíada, contemporáneo de la fase más
antigua de las tumbas. Con actores como Xim Vidal, Enric García o Dominic Hull. La música de Arantxa Andreu, Mariona Forteza y Mané Capilla. Las iluminaciones de Miquel Marqués y Adri Ferrà.
Fue muy
emocionante. Escuchar las palabras de Aquiles reclamando un túmulo funerario
frente al mar, para que los hombres del futuro le recuerden y su gloria no
muera nunca. Allí, en la noche sonrealiana.
Pero lo mejor
fue cuando, acabado el espectáculo, la gente se acercaba a las ruinas.
Iluminadas de una forma nunca vista. Y se paseaban sorprendidos y emocionados.