Es
algo tan importante para nosotros, y de lo que sabemos tan poco… ¿Quién no vive
en cierto modo de sus recuerdos? ¿Qué cosa puede haber más importante que ese
cúmulo de voces, personajes, escenarios, que nos explica a nosotros mismos?
¿Qué seríamos sin nuestros recuerdos?
Sin embargo, nadie nos enseña cómo cultivarlos, conservarlos,
hacer de ellos un patrimonio y un tesoro. Pues pocas cosas nos son tan
necesarias como ellos.
Eso pensaba yo paseando por las calles de la Marina de
Eivissa. Es un itinerario que no me falla nunca.
Cada vez que llego a Vila,
recorro la topografía de mis recuerdos. Y me siento identificado con ella. Me
parece escuchar una música invisible mientras huelo el aroma de las pizzas
mezclado con el patchoulí. Eludo a la gente que se agolpa en las tiendas de
ropa. Me siento sumergido en un mundo de colores y sensaciones casi
epidérmicas, que me recuerda muchas otras estancias y otras Eivissas que ya no
existen.
Aquella tarde, sin embargo, tuve suerte.
SA FONDA FORMENTERA. La antigua Fonda
Formentera tiene una forma extraña. Es una especie de triángulo encarado al
muelle. Todo tiene una explicación. Funciona desde el siglo XIX, en que ya
servía de local para un casino popular. Y cuando se construyeron las actuales
instalaciones portuarias, se recortó una parte del edificio para ganar espacio
portuario.
Es un local inconfundible, convertido hoy en restaurante, con
unas mesitas muy apretadas en una calle estrecha. El espejo portuario enfrente,
la avalancha humana transcurriendo por sus alrededores. En un rincón vi al
propietario, el popular Joanito de sa Fonda Formentera. Cenaba con parsimonia
una “ensalada payesa”. Rodeado de turistas, máquinas de video, mujeres con pareos.
Imperturbable.
Le saludé y me invitó a sentarme. La luz empezaba a
oblicuarse y entraba directamente por el callejón, iluminando todos sus
destalles con una dianaidad diría que feliz, muy ibicenca. Colores tan plenos,
que dan ganas de comerlos o acariciarlos.
Cuando le comenté lo de la forma triangular del edificio se
rió con esa picardía que adquiere la gente mayor. Un gesto que he visto
repetido en las personas sabias, que contemplan el mundo desde el remanso de la
edad. Entre escépticas y nostálgicas.
“Don Isidoro (se refería al célebre historiador Macabich)
deia que és triangular per què va ser construida per masons”, y se ríe moviendo
la cabeza. “Ai, don Isidoro”.
Me explica cómo se reunían alrededor de la chimenea grandes
artistas y arquitectos como Sert. Discutiendo de ideas estéticas o de lo que
podía ser el futuro. El propio Sert, me cuenta, se imaginaba que llegaría un
día en que la gente llegaría a Eivissa, correría por una carretera alrededor de
la isla, y se irían por donde había venido. Todos se burlaban entonces. “Però
ara és una realitat”.
UNA BOMBA EN DOMINGO. Esta parte del puerto de
Eivissa siempre me ha parecido una especie de barco. En invierno, está gris y
desierta. Pero cuando llegan los meses de verano hay tanta gente paseando por
la ribera, tanta multitud, que tienes la sensación de que la isla se va a
hundir en cualquier momento. Agobiada por el peso.
Desde la época de mis primeros recuerdos, cuando vagaba por
estas mismas calles a principios de los setenta, han pasado muchas cosas. Pero
es una zona que me sigue acogiendo. Me permite rememorar pequeños detalles,
recuerdos tan claros como si hubiese sucedido ayer. Como la peluquería cercana
al desaparecido Noray donde los hippies se iban a duchar por cinco duros.
También leo en los ojos de Joanito de sa Fonda Formentera esa
profundidad de los recuerdos. Pero en su caso, adquieren un auténtico valor
histórico. Hablamos de los años de la guerra. Y me muestra una casa típica de
la marina – fachada estrecha, tres balcones, blanca y sencilla - que está
apenas a diez metros. “Jo vaig néixer allà. Aquell balcó era sa habitació des
papàs”.
El sol le nimba con una extraña aureola, y los pelos canosos
de la cabeza refulgen como si fuera un apóstol. Parece emocionarse cuando me
cuenta la historia de la vivienda inmediata. Sólo conserva una pared, con las
ventanas tapiadas. Por atrás se vislumbra un árbol que ha superado incluso la
altura de la fachada, ocupando un interior en ruinas.
“Va ser el septembre de 1936. Noltros estàvem a Talamanca. I
vam venir es diumenge a Vila amb un bote, remant. El dia abans, uns avions
italians sobrevolaren Vila i les ametralladores que hi havia al port varen
disparar. A l’endemà tornaren carregats de bombes. Una va caure allà, al costat
de sa meva casa. I la va esfonsar. Altre va anar aquí mateix, a on hi havia una
fonda amb molta gent dinant. Va ser una carnisseria. La gent es va possar molt
nerviosa. Va haver pànic. I al dia següent es van produïr els afussellaments
del Castell. Aquestes són les dinàmiques de les guerres”.
Me quedé en silencio. Allí estaba aquel hombre, con su
ensalada payesa, sentado en el mismo epicentro de todos sus recuerdos. Tenía
enfrente la casa donde nació, podía tocar la fonda que fue de sus padres y que
ha regentado durante toda su vida. Ver las paredes derribadas en 1936 y que
siguen igual, como si la guerra hubiera acabado hace dos días.
Y
mientras él hundía la mirada hacia dentro, se iluminaba con esa claridad de sí
mismo que dan los recuerdos combinados con los lugares, la tierra que le ha
visto a uno crecer, pasaban los turistas como autómatas. Gritones, desubicados.
Sin saber por dónde pasaban.
La imagen de Joanito de sa fonda Formentera me quedó grabada
con tanta precisión como el retablo renacientista de la iglesia de Jesús.
Porque explica tantas cosas de nuestra necesidad de vivir las cosas,
relacionarnos con las raíces, apreciar y conservar la memoria gracias a la que
somos lo que somos.
Casi
tuve envidia… de sus recuerdos.